Parece ser una fatalidad, cuando en realidad se trata de la incuria. Cuando no de un acto criminal. El fuego.

Cada verano, junto al ajetreo doméstico que prepara el añorado desplazamiento vacacional, junto a esa sensación de haber cerrado un ciclo de arduo trabajo que nos invade, inexorablemente, siempre, cada verano nos lega el áspero relumbrón del fuego, la tierra quemada, la devastación de los bosques, el holocausto de las pobres bestias y un inseparable sentimiento de frustración.

Se repite, todos los años lo oímos de boca de los expertos, los más expertos de todos, los hombres del campo, que el fuego se comienza a apagar en el invierno. Parece ser una verdad sabida, que la prevención es el mejor remedio para los grandes males.

Ante el fuego, los fuegos, que lo va consumiendo todo, se invoca el oportuno, y no siempre realizado, trazado de los cortafuegos, se alega que es imperioso desbrozar la maleza, limpiar los bosques de cizañas y rastrojos, de las ramas caídas, las hojas acumuladas, los desperdicios humanos y de la naturaleza que alimenta a ese gran devorador, el fuego.

Pero es inútil, cada año está presente entre nosotros. Nublándonos la vista y encogiéndonos el corazón. Oigo a un biólogo de mirada triste y desconsolada decir desde la pantalla del televisor que se requerirán 50 años para devolver a un suelo requemado, suciamente negro, la gracia verde y vivificante de su población arbórea y animal.

¿Se refiere a Castilla-La Mancha, a Extremadura, a Cuenca, a Madrid, a Galicia...? No lo sé. El bosque parece arder por todas partes.

Pero cuando junto al suelo arden hombres y mujeres, víctimas de su generosa entrega y de la reiterada imprevisión, entonces no se pregunta cuál es el límite de nuestra propia incapacidad. Para las víctimas ya es demasiado tarde.

No siempre son la incapacidad y la incuria los responsables del fuego. A veces, muchas más de las que quisiéramos saber, el culpable, en realidad victimario, es una persona, alguien que se deja conducir por siniestros intereses económicos, algún enfermo mental que necesita ver arder sus propios fantasmas o el que por descuido culposo arroja al arcén la colilla incendiaria (aquí también el tabaco mata).

El fuego del bosque, esta otra forma del terror, requiere de todos los niveles de la Administración, un plan urgente y definitivo. A todos nos incumbe y debemos exigirlo