De modo que, rematada la ceremonia del relevo, quizá no estuviere de más aprovecharlo para recordar que la vida sigue y que algunos de sus episodios no favorecen demasiado los intereses de este país. Especialmente -y otra vez- en lo que concierne al sector pesquero, donde pintan bastos doquiera que se mire: el señor comisario Borg quiere amarrar la flota toda, Marruecos -en su acuerdo con la UE- deja fuera a los gallegos y los tribunales de Canadá consagran la ampliación unilateral de las zonas de soberanía. Vaiche boa.

(En el Gran Sol tampoco está el asunto como para lanzar cohetes: roto el acuerdo de Arcachon sobre la pesca de anchoa, en cualquier momento Francia puede anunciar que liquida el pacto que tenía con España para cupos de capturas, y eso pondría a Galicia de nuevo en pésima situación. Hasta el punto de que, dicho con todo respeto, puede marcar un récord negativo histórico. Y eso que, a principios de año, doña Elena Espinosa logró algún éxito en la PCC: si no hubiera sido así, a estas horas -y sin exagerar- el sector tendría que pensar en dedicarse a la acuicultura. O casi.)

No se pretende, aunque a primera vista pueda parecerlo, dibujar un panorama apocalíptico para doña Carmen Gallego, titular de la cartera de Pesca en el gobierno del señor presidente Pérez Touriño: sólo de señalar que este capítulo -del que apenas se habló, por cierto, en el debate de investidura- es uno de los que más precisa la reacción. Del Gobierno de España, primero, pero también del autonómico, porque lo que se trata es de defender aspectos vitales -estratégicos, dicen los expertos- de su economía. De la nacional, vaya, por emplear la nueva nomenclatura.

Hace algún tiempo, la mayor parte de las voces críticas -que eran numerosas, además, desde los sindicatos a los partidos pasando por alguna que otra organización patronal e incluyendo la de la señora conselleira- exigían al Gobierno de España que pusiese sobre la mesa de Bruselas todo lo que hubiese que poner para impedir el enflaquecimiento progresivo de la flota. Sin excluir el veto, si fuere menester, algo a lo que el gobierno de don José María Aznar se negó siempre, quizá preocupado por los efectos colaterales que pudiera tener sobre la agricultura mediterránea o el olivar andaluz: lo que no se sabe ahora es por qué el del señor Rodríguez Zapatero hace lo mismo.

Pues ha llegado la hora de averiguarlo, porque el margen de maniobra es cada vez más pequeño y la reacción no puede esperar si se quiere salvar algo de lo que aún hay. Y esa reacción, en buena parte, ha de impulsarse desde aquí, desde Galicia, y no sólo por esta Xunta -que acaba de llegar y merece un periodo de adaptación, sea de cien o de doscientos días- sino por todo el sector haciendo piña, para que se sepa y para que se vea.

¿O no?