Se observa cierto asombro en la Corte ante el sosegadísimo proceso de mudanza del poder en Galicia. Curioso país éste, en el que la normalidad es noticia.

Efectivamente, el cambio de gobierno en la tribu de Breogán está discurriendo por vías de ejemplaridad nórdica. Los que se van entregan los papeles y las llaves de los despachos a los que llegan, tal que si unos y otros estuviesen acostumbrados a esa ceremonia hasta ahora inédita en Galicia.

Los derrotados -pese ser los más votados en las elecciones- encajan con elegancia la pérdida del poder; y en justa correspondencia, los ganadores les dedican palabras de reconocimiento e incluso asumen con naturalidad que el anterior gobierno deja algunas obras provechosas. Nada que deba sorprender en los tratos entre gentes bien educadas.

Lo que acaso sorprenda en la Corte madrileña es que aquí no haya tamayos, políticas de navaja, intrigas o reacciones airadas de los que se van y ansias de revancha en los que vienen. Tanto habían hablado y escrito de este atrasado país de caciques que ahora no consiguen entender nada. La realidad les ha estropeado su colorista reportaje.

No habría motivo alguno para la sorpresa si se hubieran guiado por el sentido común -lo que por aquí llamamos sentidiño- en vez de recurrir al comodín de los prejuicios étnicos.

Y es que todo resulta ser mucho más sencillo de lo que lo pintaban. Lejos de producirse un cambio de régimen, con la caída de un monarca supuestamente absoluto y su relevo por improbables fuerzas revolucionarias, aquí no ocurrió otra cosa que una mera mudanza en el gobierno.

Cierto es que el anterior llevaba década y media sin interrupción al mando del país; pero eso no constituye en sí mismo rareza alguna. Más de veinte años lleva el Partido Nacionalista Vasco gobernando Euskadi, al igual que veinte fueron los que duró la presidencia de Jordi Pujol en Cataluña. Y algo parecido ocurre en la Andalucía de Chaves o la Extremadura de Ibarra.

Quiere decirse que un simple cambio de gobierno como el que se acaba de producir en Galicia no es motivo para que se altere el orden general de los planetas. Así lo han entendido los gallegos que, fieles a su reputada flema galaico-británica, no han hecho gasto de aspavientos tras el resultado de las elecciones. Ni los unos las festejaron al excesivo modo latino, ni los otros cayeron en el llanto y la desesperación. A lo sumo hubo un poco de curiosidad, algo de tranquila expectación y poco más.

Quizá la sabia ciudadanía del país intuya que las mudanzas de poder en una sociedad estructurada y compleja como la gallega -o cualquier otra de Europa- no dejan apenas margen a la sorpresa, y menos aun al sobresalto.

Es natural. La política económica la marcan altas instancias de la UE que trascienden a los gobiernos nacionales y, por supuesto, a los simplemente autónomos. Sin soberanía para definir su política económica, los gobernantes locales (y todos lo son ya dentro de la Unión continental) han de limitarse a seguir las pautas que les marquen Bruselas y el Banco Central Europeo, so pena de ser severamente castigados.

Cae de cajón que el margen de maniobra de cualquier gobierno desprovisto de la herramienta de la economía resulta más bien exiguo. Más que la planificación -que ya les viene dada-, lo suyo es limitarse a la gestión administrativa; y acaso eso explique por qué resulta tan difícil distinguir entre un ejecutivo de izquierdas y otro de derechas. Todos tienden a ser ideológicamente mediopensionistas, como la propia sociedad.

Se entiende, pues, la calma con la que los gallegos -incluidos los propios gobernantes- se han tomado el cambio de gobierno, en el convencimiento de que nada sustancial va a cambiar salvo cuestiones de acentos, gestos y matices. Lo raro es que este ejercicio de mero sentidiño sea noticia más allá del Padornelo.

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