Pues la verdad es que, dicho con todo respeto, lo primero que sorprende de la nueva Xunta es la plena asunción del riesgo parlamentario que conlleva el hecho de que varios de sus integrantes sean, a la vez, diputados en una Cámara con una aritmética difícil. Y aunque es cierto que el maestro latino estableció que fortuna audaces iuvat, no lo es menos que el señor Pérez Touriño va a necesitarla en grandes cantidades para no perder votaciones cuando alguno de sus conselleiros con acta haya de ausentarse de la escena legislativa para atender a la ejecutiva.

Sin la menor intención de cuestionar el derecho -exclusivo- que el señor presidente tiene para elegir a sus colaboradores inmediatos, hay en la elección que ha hecho una cierta contradicción con su declarada intención primera de reducir al mínimo la coincidencia de cargos. Cierto que nunca dijo que serían incompatibles, pero sí que la limitaría al máximo, preciamente por el riesgo evidente de la aritmética parlamentaria; que lo haya hecho a medias denota confianza plena en su gente. Hosanna.

(Algunos observadores, sin duda los malévolos, podrían intuir en la elección -aritméticamente arriesgada- del señor presidente una especie de seguridad en que la oposición no funcione siempre como un grupo disciplinado. Algo de ello insinuó - bien que, según aclaró, en clave de humor- durante su discurso de investidura al aconsejar a don Manuel Fraga que se ocupase más de mantener unidos a sus 37 diputados que de temer por la ruptura de los 38 adversarios. Y, a veces, las bromas en la Cámara son premonitorias: el diario de sesiones podría proporcionar ejemplos suficientes.)

A partir de ahí, y a la espera de que los hechos lo demuestren, la configuración de su primer gobierno parece positiva. Don Emilio ha optado por personas de su entera confianza -y de la confianza del señor Quintana- política y personal, como es lógico, pero además de una solvencia técnica considerable. No hay estrellas en el gabinete, pero sí perfiles en principio adecuados para las tareas que se le encomiendan, y precisamente por eso entrar en la disección de cuotas partidarias o territoriales resulta ahora innecesario: o funcionan como equipo, o -por usar una expresión de moda- plaf. Cualquier otro análisis es estéril.

Dicho todo lo anterior hay margen todavía para una reflexión: quienes personifican el cambio harían bien en considerar que éste no consiste en darle la vuelta a la tortilla -relevando a una gente por otra sin mejor criterio que la afinidad ideológica, la amistad personal o los favores debidos-, sino en aplicar las promesas y los compromisos que el señor presidente asumió desde la tribuna parlamentaria. Y están -en cierto modo- obligados a demostrar, de una vez y para siempre, que profesionalidad y política son términos compatibles.

¿O no...?