Entrevista
Juan Echanove: "La sociedad es cada vez más infeliz"
De discurso ágil y comprometido, el actor lleva más de tres décadas ininterrumpidas en cine, televisión y teatro

El actor Juan Echanove. / Archivo.
Juan Luis Álvarez / Magazine
Los años le han aportado cierta elegancia inesperada y una tranquilidad que quienes le conocieron revoltoso en su juventud no se acaban de creer. Aunque nació en Madrid, hace tiempo que dejó la ciudad atrás para refugiarse en el campo segoviano. Llega a la cita con el Magazine -tras haber conducido un rato largo- risueño, atusado y con look mañanero. Como siempre le ocurrió, aparenta tener más edad de la real. Ha cumplido los 53, y ya son más de tres décadas de trabajo las que ha dejado detrás.
Debe parte de su popularidad a las teleseries -desde 'La huella del crimen' a 'Cuéntame cómo pasó', que lleva trece años en antena- y posee una filmografía de oro a las órdenes de Almodóvar, Colomo o Díaz Yanes, con dos Goya, por 'Divinas palabras' y 'Madregilda'. Confiesa, sin embargo, sentirse especialmente cómodo sobre los escenarios, donde, tras éxitos del alcance de 'El cerdo' o 'El verdugo', se ha instalado de nuevo. En 'Conversaciones con mamá', interpreta a un ex nuevo rico que se empeña en vender la casa de su anciana madre para que no le coman las deudas en plena crisis. Ella (María Galiana) no se lo pone nada fácil.
¿El teatro tiene magia de verdad?
Desde luego. Cuando las butacas están llenas, los teatros son pequeños; cuando están vacías, se hacen enormes. Es la primera vez en dos décadas que hago una comedia de las que para continuar con la escena hay que esperar a que la gente termine de reír, por más que lo que pasa tenga una carga dramática importante. Con una sonrisa es mucho más fácil que el público encaje cuestiones espinosas sobre las que se pregunta después: ¿me preocupo lo suficiente por mis padres o por la gente que tengo alrededor?, ¿cómo está mi escala de valores?, ¿por qué me importa tanto el dinero?
¿Y cómo está su escala de valores?
Creo que sana. Lo que más me importa es la honestidad; ser limpio en cuanto hago. Procuro no hacer daño a nadie; si al final lo hago conscientemente, pido perdón, y si no es algo consciente, ruego por tener alguien a mi lado que me haga ver mi error. Me gusta trabajarme las relaciones. De nada sirve lo que hagas para ti si no puede ser compartido. A mí, el triunfo solitario, en plan "me escapo del pelotón y llego a la meta y el que venga detrás que arree", no me interesa para nada. Creo que la vida es un trabajo de equipo y que lo que hay que hacer es formar parte de ellos y contribuir a crearlos. Y si queda tiempo después de todo esto, procuro vivir apasionadamente lo que me ha tocado en suerte, sin ningún tipo de culpabilidades, opresiones o complejos. Eso sí, no soporto la mentira, y cuando me descubro engañando o dando una excusa imbécil cuando podía haber dicho la verdad, no me gusto nada.
¿Ha logrado esquivar la angustia, el mal de nuestros días y un rasgo de su personaje?
No, o no siempre. La angustia se ha convertido en un complemento del vestuario. La tenemos incorporada a nuestra vida, desde que nos hemos sumergido en la incertidumbre. Ahora sabemos que ya nada nos protege -ni siquiera las leyes que vienen y van según conviene-, y cualquier cosa puede ocurrir. Claro, hay escalas. Hay preocupación "de diseño", en plan "como estoy angustiado me voy a Londres de fin de semana", que es la de gente que se empeña en que lo está pasando fatal cuando no es verdad, y está la real, la de los que andan ya prácticamente asfixiados. La angustia, además, es totalmente insolidaria. Hay que dejarla en casa; si la sacas a la calle, los amigos te huyen; bastante tienen ellos con lo suyo. Con lo cual, encima te incomunica. La gente cada vez se ve menos, porque no tiene nada bueno que celebrar y compartir. Por eso la sociedad es progresivamente más infeliz.
¿Cree que se destruye el tejido de las relaciones humanas?
Y la tecnología no ayuda fomentando que vivamos en una especie de limbo virtual en el que no nos mostramos como somos, sino como queremos ser. Sin faltas de ortografía. Es mucho menos comprometido decir "te quiero" por WhatsApp, que en una cafetería a las siete de la tarde, cara a cara. Además, como cada vez estamos menos acostumbrados a estas cosas, yo me pregunto si quien recibe el mensaje le da la misma importancia a este encuentro -que significa que eres mi amigo, que te apoyo y que si me necesitas ya sabes dónde encontrarme- que a una carita sonriente que manda besitos. Espero que no, pero tengo mis dudas.
¿No se ha puesto de moda despreciar esas nuevas formas de comunicación?
No estoy en contra, si encierran una verdad; un compromiso. Si no es así, no son más que una señal de la histeria que nos rodea y que nos impide perder más de un segundo en ocuparnos de los que queremos. Y los mayores, que por lo general no entran con estos inventos, son los que más lo sufren. Les llamamos dos veces a la semana, les preguntamos: "¿Qué tal?". Y siempre contestan: "Bien" y punto. ¿Para qué nos van a contar, si se nos notan las prisas y ellos precisan de su tiempo para explicarse? Y seguramente no han hablado con nadie en todo el día, porque viven solos. Esto lo hacemos fatal.
Y con la crisis, además, su ayuda a veces es esencial...
Sustentan económicamente a muchas familias con su pensión. Es toda una lección para esta sociedad que aparta a una persona de 60 años de primera línea por considerar que ya no sirve para nada. Es un rasgo de crueldad infinita con el que convivimos como si nada. Pero como tantos y tantos errores que llevamos cometidos. A veces tengo la impresión de haberme levantado una mañana dándome cuenta de que estaba todo mal.
¿No lo vio venir?
Lo cierto es que había muchas señales, pero no es fácil afrontar la realidad como es. Hemos sufrido el síndrome de Escarlata O´Hara: "Ya lo resolveré mañana", y ahora, como no espabilemos, nos vamos a encontrar las cosas hechas. El desmontaje absoluto de derechos y de garantías que nos daban nuestras leyes es evidente que se puede hacer tranquilamente y, al parecer, sin demasiados problemas.
Y una vez uno es consciente de esto, ¿cómo se arregla el desaguisado?
Yo creo que sin partidos políticos no hay democracia, pero necesitan una regeneración profunda y un discurso novedoso. Y habría que recomponer el Estado basándose en un referéndum que establezca en qué clase de país queremos vivir. Y ahí se ha de reflejar el asunto monarquía-república o el encaje de las distintas comunidades autónomas. Yo no soy nacionalista; no creo en la España una e indivisible. Creo que nuestra nación está formada por distintas sensibilidades que tienen que tener su reflejo dentro de un espacio de convivencia común. No entiendo España sin Catalunya, sin el País Vasco o sin Castilla-La Mancha, pero la españolidad no se puede imponer. Para solucionar esto, lo más urgente es ponerlo todo encima de la mesa y decir la verdad. Pero en este momento es muy difícil pedirle a la gente que haga un ejercicio de construcción honesto cuando ven cómo los delincuentes de guante blanco, algunos de la médula de determinados partidos, se van de rositas.
¿Cómo le cuenta a su hijo adolescente el momento por el que se está atravesando?
A veces me lo cuenta él, que es lo mejor, dentro de su bendita inconsciencia de 15 años. Es un chaval estupendo que siempre cuida de los que son más pequeños que él. Le he visto protegiéndolos en el colegio, y es algo admirable. Nuestra familia está fragmentada porque su madre y yo estamos separados desde que él tenía dos años, aunque mantenemos una relación de entendimiento y cordialidad positiva y confortable para los tres. Si hay que romper con algo en la vida, hay que hacerlo bien. Sin daños colaterales, como en el caso de un hijo.
¿Cómo era usted a su edad?
Yo creo que ya estaba con lo de ser actor. Me formé con los menesianos, que no eran muy proselitistas, al menos entonces, y se preocupaban de trabajar con los alumnos tanto en lo intelectual como en lo físico. En lo físico, conmigo lo tenían crudo, porque era y sigo siendo alérgico al deporte. Así que me apunté al taller de teatro. Y fue llegar allí y ya no hubo otra cosa. Los profesores me tenían bien considerado porque respetaban mucho el teatro. A ver, eran obras extraordinariamente blancas, de Jardiel o de Alfonso Paso. Así comenzó todo.
Pero estudió Derecho...
Porque mis amigos estaban allí, pero no quería ser abogado para nada. Así que hice unas pruebas para una compañía que se acababa de formar en el Real Coliseo de Carlos III en El Escorial, y me cogieron. Empecé a trabajar en teatro, primero de meritorio y luego como profesional. Y después, con 22 o 23 años, haciendo Ivanov en el María Guerrero, me vio el director Pedro Costa, que estaba preparando la película El caso Almería, y me dio el papel de uno de los tres chicos que mató la Guardia Civil confundiéndolos con etarras, porque me parecía a él. Y a raíz de aquello me llama Ricardo Franco para hacer La huella del crimen, y Aranda para Tiempo de silencio, y al poco me proponen la serie Turno de oficio, que me da enorme popularidad. Yo no pago con dos vidas lo que ha hecho esta profesión por mí. Nunca en 35 años de profesión he estado sin trabajar.
Eso lo pueden decir pocos...
También tiene que ver que no he dejado que las cosas vinieran a mí. He salido a buscarlas. No puedo esperar a que mañana me llame alguien para ofrecerme un papel que me va a cambiar la vida. He arriesgado tiempo y dinero como productor desde que la suerte me colocó en una posición destacada dentro de la profesión. Es una manera de devolverle una parte de lo mucho que me ha dado. Y, además, he podido hacer funciones tan arriesgadas como El cerdo, que hubieran tenido difi cultades para salir adelante de otro modo.
¿Considera que fue su auténtico bautismo teatral?
Todavía no sé lo que fue. Llegamos a hacer más de mil representaciones de una función en la que se comparaba la vida del cerdo con la de los humanos y se refl exionaba sobre la soledad y la explotación con enorme profundidad. Refl exionaba sobre la soledad desde la soledad, porque no había nadie más en escena. El cerdo, que era yo, y punto. Y esa soledad inundó mi vida, y el sufrimiento del cerdo era mi sufrimiento. Iba vestido medio en bolas con un pantaloncito corto que daba pena. En una de las escenas, para explicar hasta qué punto la vida sexual del animal había quedado reducida tras ser castrado, tenía que rascarme la espalda contra una de las rugosas paredes de la zahúrda donde vivía. Una noche, al acabar la función me fui al hotel, y a la mañana siguiente, descubrí que las sábanas estaban llenas de sangre. Me había desollado la espalda contra aquella pared y ni siquiera me había dado cuenta. Yo creo que aquello llegó a ser masoquismo puro. Y no voy a hacer eso nunca más en la vida. Claro, tenía 30 años.
¿Aprendió entonces a poner límites a su profesión?
No queda más remedio. Luego tuve que hacer de pederasta en Plataforma, y no soporto ni la idea de que exista la pornografía infantil. Ahora ya sé que puedo interpretar papeles sin que me asfixien. Me gusta el vino lo sufi ciente como para no hacer de mi vida un drama. Eso lo dejo para el teatro y me entrego a muerte y me dejo el pellejo y me comprometo, pero cuando salgo a la calle soy Juan Echanove, ciudadanito de a pie. Procuro quedar con algunos amigos en un bar y comer algo rico y tomarme una buena botella de vino y brindar, que creo que es una de las cosas a las que también les hemos perdido el gusto. Chocar dos vasos es una especie de invocación para que lo bueno venga a nosotros.
¿Está bien visto el hedonismo estos días?
Para nada. Yo escribo en el blog de Un país para comérselo que he cenado de maravilla en tal sitio o he encontrado un vino estupendo y me ponen de fascista para arriba porque hay gente que está pasando hambre mientras yo voy chuleando de lo que acabo de comer, como si mi compromiso no fuese público y notorio. Pues sí, me como dos ostras con dos cojones y apoyo la sanidad y la enseñanza públicas y creo que el ministro Wert es el peor que hemos tenido en todos los años de democracia en España. Hay gente que no entiende que no se trata de que todos vivamos mal; sino de que todos vivamos bien, o, al menos, lo mejor posible: el obrero, el actor, el estudiante y el médico. Yo no quiero hacer del sufrimiento ideología.
¿Reserva anécdotas como la de las heridas en la espalda para las cenas de amigos o las guarda para su biografía?
Es que no sé si estas cosas de actores interesan a la gente. Cómo las prostitutas de la Alameda de Hércules me decían: "Dale, Echanove, venga ahí con ese cerdo", y me deseaban suerte cuando pasaba por delante de ellas todos los días camino del teatro Lope de Vega de Sevilla, por ejemplo. O cómo me fui a recoger la Concha del festival de San Sebastián por hacer de Franco en Madregilda, mientras estaba con ensayos generales de esa obra, y acabé haciéndole una representación a Imanol en su cuarto del hotel María Cristina porque quería ver qué era eso que tenía yo entre manos y que me tenía tan obsesionado.
¿Es cierto que Imanol Arias y usted se llaman "hermano" en la vida real?
Claro. Son muchos años de amistad muy currada. Hemos pasado por mucho y hemos aprendido a respetarnos en la dife rencia. Es muy fácil sentirse próximo a quien piensa como tú y tiene las mismas opiniones. Lo difícil es querer y respetar a quien no es así.
Son ustedes muy queridos...
A mí la gente que me para por la calle me conmueve. Yo creo que perciben que estoy donde ellos. No me he prefabricado ni para bien ni para mal. Me podía callar de vez en cuando, que me iría mejor, pero no soy así. Levanto el telón en un teatro, salgo por la tele, y de vez en cuando hago alguna película; cada vez menos, la verdad. Y voy al supermercado a comprar la arena del gato, y viajo en autobús y hago cola cuando hay que hacerla. No voy por la vida escondido tras unas gafas de sol.
¿Ni siquiera en los tiempos de sus golferías de juventud?
La verdad es que uno de los factores que acabaron con ella fue la popularidad de los cojones (risas). Ahora ya no tengo el mismo aguante, pero que me den una noche, una posibilidad de ligar y unos cubatas y se verá de lo que soy capaz. Durante muchos años no supe lo que era el día; vivía de noche. Hasta que llegó el momento de aceptar que se había acabado porque me parecía estar viendo la misma película en un sinfín.
¿Lo echa de menos?
Aprendí de lo que se podía hacer y de lo que no se podía hacer. Y ¡qué gran gente la de la noche! Estaba pensando en mi amigo Gustavo Pérez de Ayala, que falleció hace unos años. Echo de menos esas veladas tan divertidas hasta el amanecer con él en las que construíamos el mundo. Fueron momentos maravillosos. Del pasado al futuro.
¿Cómo se ve cuando llegue la edad de jubilación?
Si llego, que espero que sí. Yo creo en el sacerdocio de la interpretación y no dejaré nunca de ser actor. Mientras tenga fuerzas, ahí estaré. Pero eso ha de ser una elección personal. Todos tenemos que tener el derecho a terminar de trabajar y a descansar, en unas condiciones dignas.

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