Franquicias de terror hay muchas, pero pocas tan coherentes como la protagonizada por Chucky, el muñeco Good Guy poseído por un asesino en serie al principio de Muñeco diabólico. De aquella película bastante barata de 1988, todo un éxito sorpresa para la Metro-Goldwyn-Mayer, nació una franquicia en la que ha predominado la visión de Don Mancini, quien creó el personaje y ha escrito las siete películas de la saga hasta la fecha (sin contar el reboot de 2019), además de dirigir tres de ellas. Desde 1988 se ha mantenido, además, la continuidad narrativa; todo un hito en tiempos de rupturas, reinicios y desvíos.

Todo ello significa que Chucky, la nueva serie (SYFY, desde mañana, día 10) sobre las tropelías del malhablado pelirrojo de plástico, es secuela más o menos directa de Cult of Chucky, de 2017, aunque tampoco hace falta ser un experto en la saga para disfrutar de ella. Quienes sí lo sean, por otro lado, disfrutarán el doble: la serie tiene todas las referencias, todos los cameos y (auto)homenajes que se esperan en una nueva explotación de una propiedad intelectual con más de tres décadas de historia.

Mancini creó a Chucky bajo la influencia de otros muñecos diabólicos: el guerrero tribal de Trilogía del terror y la parlanchina Tina de La dimensión desconocida. Pero en la primera entrega cinematográfica se fundieron también influencias tan diversas como los monstruos animatrónicos de Gremlins y la lengua viperina de Freddy Krueger. Para poner malhablada voz a la criatura se eligió a Brad Dourif, uno de los actores más solicitados para hacer de psicópata: lo fue en películas tan distintas como Ragtime, Arde Mississippi y El exorcista 3, y, según se dice, por poco no llegó a serlo en El cabo del miedo a las órdenes de Martin Scorsese. Dourif se ha apuntado también a la nueva serie, igual que su hija Fiona Dourif, heroína parapléjica de las dos últimas películas.

Todas las apuestas funcionaron y, partiendo de un presupuesto de nueve millones de dólares, Muñeco diabólico acabó recaudando más de 44 en todo el mundo. Había nacido una franquicia. Por momentos, de accidentado recorrido: la tercera entrega fue objeto de controversia en el Reino Unido en 1993 después de ser citada por los medios (en realidad, nunca se llegó a probar la conexión) como influencia para los asesinatos de James Bulger y Suzanne Capper.

Ella, también

Cinco años después, el humor ganó al terror en La novia de Chucky, en la que Jennifer Tilly se suma a la saga poniendo voz a Tiffany, muñeca poseída por la novia de un asesino en serie: media naranja (sanguina) ideal para nuestro villano favorito. Fue la mejor película de 1998 según John Waters, quien se marcó después un cameo en La semilla de Chucky, metaficción con Tilly haciendo de sí misma, agobiada por trabajar en una secuela de Chucky después de haber sido nominada al Oscar (por Balas sobre Broadway).

De la semilla de Chucky nació un hijo, como nos recuerda la serie, queer y de género no binario. Para desconcierto y aparente virulencia de los fans más retrógrados, Mancini, gay más que declarado, ha ido introduciendo cada vez más queerness en la saga. El protagonista de la serie Chucky es, directamente, un adolescente homosexual que sufre abusos incluso en casa, situación pesadillesca que resulta reconocible para Mancini.

Jake (Zackary Arthur), un joven aspirante a artista de Hackensack (Nueva Jersey), se hace con un muñeco Good Guy (Chucky, sin que él lo sepa) en un rastrillo para usarlo en su próxima escultura. Jake está colado por Devon (Björgvin Arnarson), un compañero de clase que tiene un pódcast sobre crímenes reales y cuya madre, la policía Kim (Rachelle Casseus), acaba investigando el reguero de sangre dejado por Chucky, quien protege a Jake del bullying a su singular manera y trata de instalar en él su pasión por el asesinato.

¿33 años después, una nueva iteración de Chucky puede sorprender al espectador? Puede, y además, agradablemente: Chucky tiene elementos de innecesario fanservice (esos flashbacks sobre la infancia de Charles Lee Ray), pero se eleva por encima del refrito por la seriedad con que aborda la angustia y el amor adolescentes, así como por la imaginación invertida en devolver a la acción, sin apenas inferencias digitales, a Chucky, inesperado aliado LGBT.

Nada de ello debería sorprendernos si leemos los créditos: además de Mancini, entre sus guionistas y productores figuran Harley Peyton, quien se curtió en la televisión con la mismísima Twin Peaks, y el gran valor del terror actual Nick Antosca, quien contó con Mancini para la sala de guionistas de su mítica Channel Zero. Viejos y jóvenes talentos del terror en feliz unión.