Mulholland Drive es una carretera de Estados Unidos de 35 kilómetros que conecta Los Ángeles con el Valle de San Fernando –cuna de la industria del porno– y que ofrece no solo vistas fantásticas tanto de la ciudad como del océano y el desierto sino también un paisaje de lujosas mansiones, aunque también tiene un lado oscuro; varios episodios sangrientos célebres, entre ellos los crímenes de la familia Manson, sucedieron a orillas de ella. “Mulholland Drive” también es una película, noveno largometraje del maestro David Lynch, que se estrenó mundialmente hoy hace 20 años en el Festival de Cannes y sobre la que existe un amplio consenso entre la crítica: hasta la fecha, es la mejor del siglo XXI.

David Lynch durante el rodaje de ‘Mulholland Drive’.

Es una obra tan misteriosa y serpenteante como el tramo de asfalto del que toma prestado su título. En sus primeros compases nos muestra a una joven, Betty (Naomi Watts), que llega a Hollywood radiante de alegría pero no tarda en verse arrastrada a un mundo de depredadores sexuales, mafiosos sombríos, monstruos indescriptibles y cadáveres en descomposición; y entretanto no solamente transita entre varios géneros –el film noir, el thriller psicológico, el cine de terror– sino que también ejecuta constantes curvas, requiebros y cambios de sentido. Dos décadas después, el misterio que la rodea permanece intacto, y por tanto explorarlo resulta tan fascinante como el primer día.

De Francia a la eternidad

Inicialmente, “Mulholland Drive” fue un proyecto de spin-off televisivo de “Twin Peaks”, concebido en algún momento de los 90 y que nunca llegó a ver la luz como tal. En 1998, Lynch fue persuadido para revivir el proyecto y, tras modificar de arriba abajo personajes y situaciones, rodó un episodio piloto para la cadena ABC. Los responsables de la compañía lo consideraron demasiado largo, y lento, y raro; no entendían sus diálogos, ni por qué sus escenas incluían planos de excrementos de perro. Decidieron no dar luz verde al proyecto, y Lynch se olvidó de él. Pero entonces llegaron desde Francia los ejecutivos de Canal+, y le ofrecieron el dinero suficiente para transformar aquel piloto maldito en un largometraje. Dios les bendiga.

Más que un apellido

Hace tiempo ya que David Lynch vio su nombre convertido en un adjetivo, lynchiano/a, usado para hablar tanto de cualquier cosa que resulte aterradora, emocionante, desconcertante o todo eso y más a la vez como de un conjunto de arquetipos narrativos que el director ha manejado desde “Terciopelo azul” (1986) –la joven ingenua y la femme fatale que oculta secretos oscuros, presencias malignas innombrables, conciencias duales que coexisten dentro de una misma persona– o, por supuesto, de lo que experimentar una de sus películas provoca: una mezcla de terror e intriga, y malestar similar al que sentimos al notarnos observados, y el tipo de humor frente al que uno no sabe si reír o llorar.

Pero lo lynchiano también es una herramienta para interpretar el mundo. A diferencia de la mayoría de los cineastas, que cuentan historias cómodamente instalados en la realidad que construida por la tradición cinematográfica, Lynch siempre ha contado las suyas desde un espacio propio y exclusivo, construido a través de años de práctica de la meditación trascendental y asentado en la convicción de que lo onírico, los sueños, contiene verdades básicas sobre los conflictos que su cine plantea, sobre nosotros mismos y sobre nuestro lugar en el universo. De ella surge “Mulholland Drive”.

Sin respuesta

¿Qué significa Mulholland Drive? Es la pregunta que todos sus espectadores nos hemos hecho al menos una vez y la que Lynch más a menudo ha esquivado contestar, y durante dos décadas las película ha atraído disecciones, análisis e interpretaciones como la luz de una farola atrae a las polillas. La teoría más extendida al respecto es que los primeros dos tercios de su metraje representan un sueño y que el tercero es el retrato de la sórdida realidad, y hay quien en cambio sostiene que el verdadero tema de la película es el acto mismo de descifrarla. Da igual. Su negativa a dejarse a entender con claridad, de hecho, es lo que le proporciona buena parte de su poder de fascinación. Y no solo eso; también es lo que le permite penetrar en nuestro subconsciente, y localizar sus rincones más oscuros.

Sueño hecho pesadilla

En líneas generales, en todo caso, la película puede definirse como un cuento de hadas situado en la capital de la fantasía del mundo, un lugar en el que los límites entre lo real y la invención se difuminan y que, en realidad, es un espacio menos físico que mental: Hollywood. Aunque mientras avanza a través de ella da varios volantazos lo suficientemente bruscos como para aturdirnos, en realidad la historia que nos cuenta no es especialmente original: habla de lo que la llamada Meca del Cine hace a la gente y especialmente a las mujeres; y de todas esas personas que llegan a la ciudad anhelando convertirse en alguien diferente, hasta que comprenden que algunas cosas no pueden reinventarse o dejarse atrás. Esa era también asunto esencial de “El crepúsculo de los dioses” (1950), una de las películas favoritas de Lynch y de los principales referentes de “Mulholland Drive”.

Carretera sin límite

¿Y qué hay de la influencia ejercida por “Mulholland Drive”? Se hace evidente no solamente en el trabajo de algunos directores como Darren Aronofsky, Nicolas Winding Refn y Peter Strickland, sino también en el de artistas pertenecientes a otras disciplinas –varias de las canciones de Lana del Rey, por ejemplo–; su enorme legado, en cualquier caso, radica sobre todo en todos los detalles, personajes y escenas de la película que permanecen instaladas en las mentes de quienes la hemos visto. Una caja azul y una llave que quizá contienen todas las respuestas, pero quizá no. Un monstruoso vagabundo que surge de detrás de unos contenedores para hacernos sacar el corazón por la boca. Un cowboy profético, y un mafioso paralítico idéntico al enano de “Twin Peaks”. La escena de sexo más erótica y más trágica imaginable. Angelo Badalamente escupiendo café. Billy Ray Cyrus. Y el mítico Club Silencio, donde una mujer interpreta una versión en castellano de “Crying”, tema de Roy Orbison, hasta que acaba desmayándose. De quienes todavía no han visto “Mulholland Drive”, y por lo tanto todavía tienen la posibilidad de experimentar todas esas cosas por primera vez –y además en pantalla grande: vuelve a los cines el próximo día 11 de junio–, solamente podemos sentir envidia.