El arranque recuerda un poco al Zemeckis de Forrest Gump, clasicismo bien ejecutado para presentar a un narrador que conoce desde muy pronto el dolor (desgarradora escena de un accidente) y el horror: hay seres ahí fuera, queridos niños, que os quieren destruir. Primera lección: nunca aceptes dulces de una extraña. Podría ser una bruja. Y gallinificarte. O ratonizarte. Roald Dahl es un escritor de palabras mayores que ha inspirado películas menores. Y esta, por muy elegantes que sean los encuadres y los movimientos de cámara, lo es. Tiene un reparto solvente (Hathaway se lo pasa bomba con su sonrisa jokeriana y sus extremidades casi reptilianas, y a Spencer le sobra oficio), hay momentos orquestados con brillantez y la música (original o adornada con canciones míticas) proporciona un envoltorio agradable, a veces emocionante incluso. Pero el uso y abuso de los efectos digitales lleva las peripecias de los ratoncitos embrujados por vías demasiado simples, dejando a la película sin el elixir que necesitaría para salirse de lo corriente.