Pertenezco a esa horquilla de espectadores (se habla de entre 100.000 y 500.000) que seguimos el juicio del Procés como si fuera una serie o un ‘reality’, que cada cual lo compare con el formato que más le apetezca.

Durante las pasadas nueve semanas, nuestros horarios han estado condicionados por las sesiones de la audiencia. Los viernes y los lunes hemos sido libres para hacer nuestra vida.

De martes a jueves hemos aprovechado la pausa del mediodía para hacer la compra, del mismo modo que hemos sacado partido a los recesos para resolver las cuestiones de intendencia. Y quiero confesar algo.

Si a nosotros, que estamos cómodamente en casa, que entramos, salimos, subimos, bajamos, cada tarde-noche vamos al cine, al teatro, a tomar un café con los amigos, a dar una clase o a recibirla, a un concierto o a un museo, si a nosotros que gozamos de completa libertad se nos hace cansino y por momentos estomagante esta transmisión en directo de lo que sucede en la Sala, no dejo de pensar en la fe que tienen que tener todos los acusados para desayunar, comer, merendar, cenar, soñar y debatir procés, durante veinticuatro horas al día, en la celda, en los traslados, en la lectura de la prensa, en las llamadas de los amigos.

Están convencidos de lo que han hecho. Con la conciencia tranquila. Y volverían a obrar como lo hicieron si el bucle de la historia se repitiese. Porque se consideran completamente inocentes. Me cuesta entrar en sus cabezas. Porque no soy de allí. No nací allí ni mamé aquello, ni nadie me adoctrinó en un sentido u otro. Los pobres, con sobrevivir, un poco a la manera de los pícaros, ya hemos tenido bastante reto por delante de por vida.

En mi entorno no conozco a nadie capaz de pasar por ese trago con alegría, sintiéndose un héroe. Evidentemente, habitamos en planetas distintos.