Crónica negra de O Morrazo / Un caso de violencia machista

Su nombre era Fernanda

En el verano de 2007 un hombre secuestraba y mataba a una menor en Tenerife y su búsqueda mantuvo en vilo a toda España

El hallazgo del cadáver, en FARO, el 3 de agosto de 2007.   | FDV

El hallazgo del cadáver, en FARO, el 3 de agosto de 2007. | FDV / Ramón Otero

Ramón Otero

Era joven y guapa. Muy guapa. Tenía quince años, era chilena, y la cámara de fotos la adoraba. Siempre salía favorecida en las fotos. Su cuerpo se había desarrollado antes que el de las otras chicas de su clase, por eso los chavales mayores la miraban. Ella lo sabía. Era consciente de que se había convertido en mujer antes de tiempo. Por dentro, eso sí, seguía siendo una niña.

Entrada en prisión del detenido en FARO (4 de agosto de 2007).   | // FDV

Los primeros indicios, en FARO, el 29 de julio de 2007. | FDV / Ramón Otero

Ella es la protagonista de esta historia. Es una historia que sucedió lejos. Una que por desgracia se volverá a repetir, pues el mundo, a pesar de ser un lugar hermoso, es también un paraje lleno de lobos.

Lobos hambrientos que alimentan sus pasiones más bajas cometiendo crímenes que al resto de los mortales nos encogen el alma y erizan el vello. Crímenes como el que ella sufrió en 2007 y que hoy os cuento.

Su nombre, era Fernanda

Entrada en prisión del detenido en FARO. / Ramón Otero

Cambiemos el lugar de los hechos. Imaginémonos aquí, en la península del Morrazo, un caluroso mes de julio. Un par de amigas regresaban en autobús de pasar un día en la playa. Alrededor de las nueve y media de la noche, las chicas se bajaron del autobús en la parada a la entrada de su pueblo, que para el caso podría ser Aldán. A una de ellas la esperaba su madre para llevarla a casa.

—¿No quieres que te llevemos? —le preguntaron.

—No, gracias. Me gusta ir caminando. —respondió ella.

Se montaron en el coche y la vieron alejarse en la penumbra a través de un camino de tierra que atajaba hasta su casa. Era un camino de unos trescientos metros, apenas iluminado con unas cuantas farolas de luz amarillenta.

El pelo recogido en una coleta, la piel morena. Unos shorts playeros y deportivas. Así es como vestía aquella noche cuando se adentró por el camino. Jamás volvieron a verla.

El “lobo” fumaba en el balcón de su casa. Llevaba meses observándola. Meses aguantando una pulsión en su interior que le gritaba cada vez con más fuerza, “Vamos a por ella”.

En su tierra natal, Colombia, ya había sido condenado por abusos sexuales. Aquí, en España, había tratado durante demasiado tiempo de reprimir sus impulsos, pero esa noche fracasó. Viéndola caminar sola por el oscuro camino de tierra, no se contuvo y cedió a la tentación. Tiró el cigarro por el balcón, cogió las llaves de su pick up y bajó.

Ella seguía caminando de vuelta a su casa por el camino a solas. Era un camino al que estaba habituada. No le daba miedo a pesar de que estaba oscuro, pues estaba acostumbrada a recorrerlo.

Sonreía recordando las miradas traviesas que se había cruzado con el chico que le gustaba. Uno un par de años mayor, de ojos verdes y nuez marcada. “Es tan guapo”, pensaba para sí.

Entonces se percató de las luces de un coche a su espalda. Se apartó a la derecha del camino y siguió caminando. Miró hacia atrás y reconoció los faros de una pick up. Maldijo para sí al saber quién era. Aquel chico colombiano de veintitantos, no le gustaba como la miraba. Lo hacía de un modo intenso. Demasiado intenso, de hecho.

La pick up llegó a su altura y redujo la marcha para circular al mismo paso que ella. La ventanilla derecha se bajó, y ella miró al conductor.

—¿Quieres que te acerque a casa? —preguntó él.

No sonreía. Sus ojos la miraban, y por algún motivo, esta noche, parecía más tenso de lo normal.

—No, gracias. —respondió ella de modo seco.

Con la mano izquierda en el volante y la derecha sobre la palanca de marchas, él sentía la pulsión de la atracción. “Hay que probarla”, decía una voz en su cabeza. Esta noche, la niña estaba realmente guapa con la piel bronceada por el sol. Esa piel suave y tersa…

—Vamos, sube. Te llevo.

“Unos shorts playeros y deportivas. Así vestía cuando se adentró por el camino”

—He dicho que no. —respondió de nuevo de forma contundente.

—Somos vecinos de la parroquia. Me conoces. Vámonos por ahí un rato, anda… —le dijo sonriendo.

Entonces ella se detuvo sabiendo qué significaba aquello. Era solamente una niña, sí. Pero dentro llevaba el carácter de una mujer, que ya desde una edad temprana, siendo consciente de su atractivo sobre los hombres, sabe que se debe defender. Por eso le plantó cara.

—O me dejas en paz, o llamo a la Guardia Civil.

“Zorra.” Pensó él. “Zorra niñata.” Frenó el coche y se la quedó mirando un instante. Miró al frente y por el retrovisor. El camino estaba oscuro y no había nadie. Hasta él llegó el aroma de su piel. La pulsión que había contenido durante meses pudo más que él. Por eso se bajó de la pick up y se acercó hasta ella.

—¿A quién vas a llamar tú? —se encaró con ella.

—¡Que me dejes! —respondió la niña.

Trató de cogerla por una muñeca, pero ella se zafó y pasó a su lado decidida a alejarse de él. Eso lo irritó. Había tratado de ser educado. Solo quería tenerla cerca. Ser amable… probarla. Esa niñata, sin embargo, le había tratado con desprecio. La ira era ácido corriendo por sus venas. Por eso no pensó. Solo actuó.

La cogió del brazo y ella se giró.

—¡Déjame…!

La niña no vio venir el puñetazo. El golpe, en el lateral de la cabeza, casi en el oído, la dejó noqueada y desorientada. Entonces la golpeó de nuevo con todas sus fuerzas, y ella, inconsciente, cayó al suelo.

Él se quedó contemplándola allí tirada. Una vez más comprobó que no hubiese nadie cerca. “Podemos hacer con ella, lo que nos dé la gana”, le dijo una voz interna. Abrió la puerta trasera de la pick up, cogió su cuerpo ligero y la metió dentro. Se puso al volante y arrancó cruzando el camino, pensando en un lugar tranquilo al que dirigirse.

Pero sí había alguien cerca.

El testigo, vigilante de una finca, tuvo tiempo de ver el vehículo que se alejaba en la noche, pero no quién iba dentro.

Dos horas más tarde, casi en la medianoche, el padre de la niña, un hombre alto, de pelo rubio y piel de trabajador curtida por el sol, presentaba denuncia por la desaparición de su hija.

Las patrullas de la Benemérita se movilizaban para iniciar la búsqueda de la niña. Mientras el padre denunciaba, una de esas patrullas localizaba una zapatilla y el cinturón de la niña.

—Ha aparecido esto. —le decía uno de los agentes al que recogía la denuncia.

En una sala aparte, lejos del padre, ambos se miraban sabiendo lo que aquello significaba. La niña había sido secuestrada.

A la mañana siguiente, a primera hora, un magrebí vestido de forma andrajosa se presentaba en el cuartel de la Guardia Civil. El guardia de puertas lo contemplaba con recelo.

—Buenos días, ¿qué desea?

Y el hombre le contó lo que pasaba.

Encargado de vigilar una finca situada junto al camino en el que había desaparecido la pequeña, relató que había escuchado voces. Alertado por ellas cruzó la finca, y cuando llegó al muro y se asomó sobre él, pudo ver las luces traseras de un todo terreno.

—¿Pudo ver la matricula? —le preguntaron los agentes de policía judicial, que por entonces se habían hecho cargo del caso.

—La matrícula no, jefe. Lo siento. —respondió con su acento magrebí agachando la cabeza— Pero pude ver el color y el modelo.

Y los agentes se miraron entre ellos, sabiendo que tenían un hilo del que tirar.

“Por encima de un muro cercano, dos ojos se asomaron. Había escuchado los gritos de la chica”

Durante días se peinó la zona. Imaginémonos un área tan grande como el Morrazo. Montañas, arenales, fincas, cunetas. La UME, Protección Civil, Policía Local y Guardia Civil, voluntarios, niños y niñas, perros de rastreo, helicópteros. Todos buscando a la joven desaparecida en aquel camino de tierra.

Los medios de comunicación, siempre buscando una historia que venda, coparon las portadas y los primeros minutos del telediario con imágenes de la búsqueda que se estaba llevando a cabo. Todo era ruido y movilización. Todo, a excepción del silencio en el cual se estaba llevando en realidad la investigación.

La Guardia Civil, si funciona del modo adecuado, no es gracias a los políticos que se turnan en el cargo de director cada ciertos años, o por sus altos mandos. La Guardia Civil es una de las mejores policías del mundo, gracias al esfuerzo de los guardias civiles de “abajo”. Hombres y mujeres, situados en la base de la pirámide de mando, que marcan la diferencia con su trabajo.

Desde que se tomó manifestación al vigilante de la finca, esos agentes encontraron un rastro que seguir, y ya no lo soltaron. En silencio, dejando que el ruido mediático mantuviese a todo el mundo despistado, ellos hicieron su trabajo.

—Una pick up marca Dodge de color azul. —dijo el magrebí.

—¿Seguro? —le preguntaron.

—Seguro. —respondió con aplomo.

Los agentes cruzaron las bases de datos. Pick up, marca Dodge, de color azul. Por suerte, no era un vehículo demasiado común. En la zona aparecieron registrados cinco vehículos con esas características. Cinco vehículos, cinco grupos de agentes.

Mientras por un lado se realizaba la búsqueda y se llevaban a cabo las batidas, cada propietario de una de esas pick up, tuvo, sin saberlo, un equipo entero de agentes de policía judicial tras de sí. Veinticuatro horas al día, fueron controlados y grabados desde vehículos camuflados. Tres de estos propietarios quedaron descartados, bien por no encontrarse en el lugar la noche de los hechos, o bien por haber estado acompañados de familiares o amigos.

Quedaban dos por descartar, pero los agentes de la policía judicial, ya sospechaban quién podría ser el autor del secuestro.

Al contrastar los datos de propietarios con la base de antecedentes, a uno de ellos, de nacionalidad colombiana, le figuraban diversos delitos de abusos sexuales, lesiones y demás.

Habiendo comprobado que el dibujo de los neumáticos del vehículo del sospechoso coincidía con el encontrado en el camino, y que durante días la pick up no se movía del mismo lugar donde estaba aparcada, los agentes de policía judicial tuvieron la certeza de que, su propietario, un colombiano vecino de la zona en la que vivía la joven desaparecida, era sin lugar a duda, el autor de los hechos.

Una noche, un agente de paisano deshinchó las ruedas de la pick up para que no se pudiese mover. Al sospechoso se le detuvo de madrugada de un modo discreto y se lo trasladó al cuartel. Una grúa cargó la pick up y la trasladó también.

Agentes especializados venidos de Madrid, desmontaron, literalmente, pieza por pieza, toda la pick up. Analizaron cada asiento, alfombrilla, moldura y detalle del interior del vehículo. En él, además de los pendientes de la joven, encontraron cabellos y evidencias suficientes de su ADN, como para demostrar que la niña había estado dentro de la pick up en algún momento.

Por la mañana, al enterarse de la detención, centenares de personas rodearon el cuartel sabiendo que él estaba dentro. Los medios de comunicación transmitían en directo tratando de conseguir imágenes del autor.

Mientras tanto, tras varias horas de presiones y paseos por el interior de las dependencias. Entre cigarro y cigarro, y sabiendo que se habían encontrado pruebas más que suficientes en el interior de su pick up, el detenido confesaba en privado lo que había pasado.

—Ella me gustaba. —dijo con los grilletes en las manos pegando una calada a un pitillo— Llevaba meses viéndola cruzar por aquel camino. ¿Sabe por qué cruzaba por allí? —le preguntó con una sonrisa al sargento de policía judicial.

—¿Por qué?

—Porque tenía miedo de que las otras chicas de la zona le pegaran. —el sargento frunció el ceño— En la parroquia se sabía. Sus padres lo sabían. Las otras chicas le tenían envidia porque era la más guapa. A todos los chicos les gustaba. El resto eran secundarias. Ya le habían pegado otras veces… —le dijo el colombiano pegando otra calada.

El sargento y su compañera se lo quedaron mirando.

—¿Qué hiciste con ella? — preguntó la agente —¿Qué pasó cuando bajaste?

Apagó el cigarro con las manos engrilletadas, y se confesó.

—Bajé a la calle, cogí la pick up y tomé el camino. Me acerqué a ella y le dije que se montara para ir a algún sitio tranquilo. Ya sabe… —miraba al vacío recordando aquella noche casi una semana atrás— Fui educado. Solo quería conocerla… Estar con ella… —decía como pensando que todo su comportamiento había sido normal— Ella fue brusca conmigo, y eso me enojó. Me bajé del coche, traté de hacer que subiera, pero se rebeló, así que la golpeé.

—¿En la cabeza? — preguntó ella.

—Sí señora.

—¿La mataste ahí? —intervino el sargento.

—Ahí no. Ahí se cayó al suelo inconsciente. La cogí, la metí en la pick up, y me la llevé lejos.

—¿Qué pasó luego? —preguntó la agente.

El colombiano se la quedó mirando. Ella miraba sus ojos oscuros, insensibles. Impersonales. No dejaba de sorprenderse de la naturalidad con la que monstruos como ese, narraban los crímenes cometidos.

—¿Me da otro cigarro, por favor?

Y le dio otro cigarro, y él, primero a solas y luego en presencia de su abogado, les narró como la llevó a una finca tranquila en mitad de ninguna parte, y allí le machacó la cabeza con una piedra.

—¿La violaste? —preguntó el sargento.

Pero no respondió.

“Durante los días que los agentes le siguieron antes de detenerlo, vieron como hizo vida normal”

Era de madrugada cuando terminaba su confesión. Esa noche, un guardia permaneció en la puerta de su calabozo para vigilarlo. No porque el colombiano se fuese a escapar, sino para que ningún otro agente de la Benemérita, siendo como son, seres humanos, bajase a los calabozos para tomarse la justicia por su mano.

Al día siguiente, cientos de personas rodeaban el cuartel queriendo asaltar el vehículo en el cual el detenido era trasladado. La comitiva judicial se desplazaba siguiendo las indicaciones que el colombiano iba dando.

—Aquí la enterré. —dijo con las manos engrilletadas, al llegar a una finca aislada situada junto a una carretera, alejada varios kilómetros de donde la había secuestrado.

Por aquel lugar habían pasado varias batidas, incluso perros, pero no se había encontrado rastro.

—¿Seguro? —le preguntaron.

—Seguro. —respondió.

Los agentes comenzaron a excavar con palas en el lugar indicado. Lo hacían con cuidado. Comprobando la tierra que iban sacando. Finalmente, a poco más de un metro de profundidad, comenzó a aflorar un cuerpo enterrado.

El colombiano fumaba impasible viendo como iban desenterrando a la niña que él había matado. Tras horas trabajando con delicadeza, dejaron al descubierto el cuerpo de la pequeña.

Los agentes que estaban presentes recordarían siempre que todo su cuerpo estaba marrón. Su piel, su cara, sus ojos cerrados, su boca. Todo se había vuelto marrón como la tierra. Todo, a excepción de un detalle que se les quedó grabado. Sus braguitas de algodón, colocadas más abajo de las rodillas, destacaban por encima del marrón con su color blanco inmaculado. Por algún motivo, seguían siendo blancas, y eso no hacía sino convertir aquel escenario, en uno si cabe, todavía más macabro.

Un par de años más tarde, Héctor Fabio Franco Giraldo, que así se llamaba el colombiano, era condenado a veintitrés años de prisión por el secuestro y asesinato de la menor.

Al conocerse la sentencia en Chile, un periodista entrevistaba a un tío de la niña.

—¿Qué le parece la sentencia? —preguntó.

—Pequeña. En España las condenas por delitos de sangre son pequeñas. Acá en Chile son más duras. Yo le habría metido en prisión de por vida, por haber matado a mi sobrina. —respondía con los ojos llenos de lágrimas.

Durante los días que los agentes siguieron a Héctor Fabio antes de detenerlo, vieron como éste hizo vida normal con sus sobrinos, yendo al parque acuático y al cine con ellos. Incluso una de las veces, participó en las tareas de búsqueda de la pequeña que él mismo había secuestrado.

La vida aquella chica, sin embargo, terminó aquella lejana noche de 2007, en que cruzó por el camino equivocado.

Era chilena y guapa. Muy guapa. Su nombre era Fernanda.

Los primeros indicios, en FARO, el 29 de julio de 2007.   | // FDV

Ramón Otero / Ramón Otero

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