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Crónica Negra de O Morrazo / Un caso de violencia machista

Una obsesión mortífera y machista en la crónica negra de O Morrazo

En mayo de 2017 un hombre se quitaba la vida en Cangas disparándose con una escopeta tras atrincherarse en la casa de su expareja con la intención de atacarla

El suceso que conmocionó a Cangas, en FARO el 1 de mayo de 2017.

Para unos es una meta, o un sueño que perseguir. Para otros, es el motivo de levantarse cada día y dar lo mejor de sí.

—Estás obsesionado con eso. Déjalo.

Todos lo hemos escuchado alguna vez. Nos lo han dicho, o se lo hemos dicho a alguien a quien veíamos que centraba su vida en algo, dejando en segundo plano todo lo que había a su alrededor.

Una obsesión por progresar en nuestro trabajo, o por conseguir el objetivo marcado, puede entenderse de forma positiva, sin embargo, obsesión, es una palabra con evidentes connotaciones negativas.

La historia de hoy, es una historia que comenzó por amor, y terminó en tragedia. Todo por culpa de que cuando a nuestro protagonista se le torcieron las cosas respecto a la persona que amaba, lo que él consideraba amor, pasó a convertirse en eso.

Una obsesión.

Sucedió en Cangas hace unos años. Por mantener la privacidad de la víctima y los implicados, cambiaremos sus nombres, pero no el escenario.

Bea, la víctima de esta historia, tenía por entonces cuarenta y pocos años. Después de décadas sumida en un matrimonio anodino en el que no había disfrutado de una vida plena, Bea se encontraba dispuesta a darle una nueva oportunidad al amor con Manuel, su nueva pareja. Manuel era un hombre de cuarenta y tantos, divorciado y con una hija, que parecía querer encauzar su vida junto a Bea.

“Fue en enero de 2017 cuando Bea se percató de algo, y es que en casa le faltaban ciertas joyas”

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Durante meses todo pareció ir bien. Dos adultos disfrutando de la compañía mutua, viajando, haciendo cosas en común, compartiendo su tiempo, pero no todavía su espacio, pues vivían por separado.

Al día siguiente se confirmaba el fallecimiento del agresor.

Al día siguiente se confirmaba el fallecimiento del agresor.

Fue en enero de 2017, cuando Bea se percató de algo, y es que en casa le faltaban ciertas joyas. Siendo como es su hermano, agente de la Benemérita, no dudó en comentárselo.

—Benigno, me faltan joyas en casa. —le dijo un día.

Su hermano, veterano en la calle, sabía por su experiencia, que en esos casos, el autor del hurto suele ser alguien del entorno familiar o un conocido. Así pues, comenzó a comprobar las bases de datos de venta de joyas de la zona, y ahí llegó la sorpresa.

Entre las joyas reseñadas como vendidas en compra ventas de oro, apareció un anillo que Benigno reconoció sin lugar a dudas, como uno propiedad de su hermana. Al comprobar el DNI de la persona que había vendido el anillo, descubrió que no había sido alguien del entorno familiar de Bea, sino Manuel. Su pareja.

Tras comunicárselo a su hermana, esta fingió no saber nada del tema hasta que se localizó a Manuel y se procedió a su detención como autor de un delito de hurto.

—¡Lo hice porque quería darte el estilo de vida que mereces! — lloraba suplicando cuando coincidió con ella en los juzgados.

Con la desilusión de haber descubierto que su pareja era quién le había robado, Bea, obviamente, dio la relación por terminada.

“Se vaciaron las viviendas anexas mientras Manuel se atrincheraba en la vivienda”

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Pasaron las semanas y Manuel, sin embargo, no asumió que todo hubiese terminado. La llamaba a todas horas, suplicaba, pedía una segunda oportunidad, la seguía a su lugar de trabajo, la volvía loca con cientos de mensajes, e incluso incordiaba al resto de la familia con llamadas a horas intempestivas rogando ser de nuevo aceptado.

—Déjalo. Pasa página. Lo vuestro ha terminado. —le dijo una de las veces Benigno pacientemente.

Pero no. La paciencia no tenía cabida en la mente de Manuel. Era incapaz de asumir la pérdida de Bea a su lado. Ahí, fue cuando en su interior, el amor se tornó en obsesión.

Por aquel entonces, Bea cuidaba a diario de un anciano. Cada día acudía con él a la misma cafetería y pasaba la mañana con el hombre mientras tomaba café, echaba la partida con los amigos y leía el diario. Después lo acompañaba a casa, le daba de comer y a media tarde terminaba su jornada.

Una de esas tardes, cuando salía de casa del hombre para montarse en su coche, Manuel, su ex, la estaba esperando en las inmediaciones de la calle Ferrol.

—Bea, escúchame… —suplicó.

Pero Bea había sido demasiado paciente con él. No quería que la siguiera acosando, y tras una acalorada discusión en la que ella no hacía sino pedirle que la dejara en paz, se montó en su coche, pero Manuel se subió a su lado.

La discusión siguió entonces dentro del vehículo. Un vecino, alertado por todo lo que estaba pasando, bajó desde su casa a la calle para ayudarla, pues todo aquello le dio mala espina por algo. Y no se equivocaba.

Dentro del coche, Bea, desesperada por la situación, se quedó bloqueada al ver como Manuel se sacaba un cúter del interior de una zapatilla y se lo ponía en el cuello. En ojos de su ex comprobó que aquel hombre, sin duda, había perdido el norte por completo.

Cuando la Guardia Civil se personó en el lugar, se produjo un altercado y los agentes detuvieron a Manuel como autor de un delito de malos tratos y otro de coacciones.

—¡Perdóname! ¡Perdóname, por favor! —gritaba desesperado mientras lo metían en el coche patrulla.

Al día siguiente, en los juzgados de Cangas, se dictaminó una orden de alejamiento. Manuel tenía prohibido acercarse a Bea, pero durante días lo siguió haciendo. Por este motivo, se le detuvo nuevamente por quebrantamiento.

Tres detenciones en apenas un par de meses. Su vida iba cuesta abajo y sin frenos, pero no había tocado fondo. Todavía no.

Una vez puesto en libertad tras esta nueva detención, Manuel, desesperado por llamar la atención de la que todavía consideraba su “amor”, ingirió un bote de pastillas y como tantos “falsos” suicidas, llamó al 112 diciendo que se quería quitar la vida.

Los servicios sanitarios acudieron al lugar junto a la patrulla de la Guardia Civil, en la cual, casualmente, estaba el hermano de Bea. Manuel, tendido en el suelo de su casa, echando espumarajos de saliva por la boca, lloraba y suplicaba al guardia que su hermana le aceptara de vuelta.

—Dile que me perdone, por favor. ¡Díselo! —le imploraba mientras lo montaban en la camilla.

Esa noche lo trasladaron al hospital, le hicieron un lavado de estómago y una evaluación psiquiátrica. A la mañana siguiente, sin embargo, sin más que objetar, los médicos le dieron el alta y Manuel volvió a casa.

Tras este último episodio, el muro que levantó Bea alrededor de su vida, fue infranqueable para Manuel, que desesperado, tomó otra mala decisión.

Se montó en un autobús y viajó hasta el domicilio de sus padres en un pueblo a las afueras de Ourense. Allí, le robó a su padre la escopeta de caza junto con cincuenta cartuchos. Recortó los cañones del arma para hacerla más discreta y manejable, metió todo en una bolsa de deporte y se montó en otro autobús de vuelta, rumiando una idea que había germinado en su cabeza.

Esa misma noche, Bea llegó a su casa, una vivienda unifamiliar de tres plantas situada en una zona tranquila del casco urbano de Cangas. Como de costumbre, se puso sus zapatillas, cogió la correspondencia, y se sentó en la mesa de la cocina para abrir las cartas. Fue al terminar, cuando se percató de que la puerta que daba al patio trasero, tenía un cristal roto. Eso la puso alerta.

Desconfiada de que su ex, desesperado como estaba, le hubiera provocado dichos daños, llamó a su hermano y le comentó lo que pasaba.

—Benigno, tengo la puerta de la terraza rota. Hay cristales por el suelo…

—Tranquila, te mando a la patrulla.

Y dio la casualidad de que la patrulla de servicio estaba cerca. Un cabo primero recién llegado a Cangas y una guardia civil con años de bagaje y experiencia en la calle, se personaron en la vivienda de Bea, y comprobaron la casa.

No había nadie. Aquello semejaba una mera cuestión de daños. Ya en la planta de abajo, antes de despedirse de Bea, la componente femenina de la patrulla escuchó un sonido peculiar en la planta superior. Era el sonido de alguien que entra saltando a través de una ventana. Alertada por ello, subió las escaleras para comprobar que todo estaba en orden. Fue revisando las dos plantas superiores, cuando lo encontró escondido dentro del baño del ático abuhardillado.

Manuel, al parecer, al escuchar a la patrulla, se había refugiado en el tejado exterior de la vivienda esperando que los agentes se fueran. Cuando creyó que se habían marchado, se movió para entrar de nuevo en la casa por una ventana, y ahí fue cuando lo escucharon desde abajo.

“En el trayecto a la ambulancia, la toalla blanca se tornó completamente roja”

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Al encontrarlo en el baño de forma inesperada, con el arma encarada hacia ella, y casi sin espacio para abrir la puerta del todo y reaccionar de forma correcta, la agente tuvo el tiempo justo para empujar a Manuel con la propia puerta, protegerse unos pasos hacia atrás buscando cobertura, y alertar al resto para que saliera de la casa. El cabo primero subió hasta el ático, y entre ambos trataron de calmar a Manuel para que depusiera su actitud, y soltara el arma.

— ¡Suéltala! ¡Suéltala! —le gritaban.

Él, sin embargo, parapetado en el baño, no la soltaba y asomaba el cañón del arma apuntándoles para amenazarlos.

Poco a poco, en vista de que la situación no mejoraba, los agentes debieron ir reculando hacia la escalera. Cuando se encontraban en el primer descansillo, Manuel, que había aprovechado para ir ganando terreno, abrió fuego hacia ellos desde lo alto. Las postas los pasaron rozando mientras bajaban las escaleras sin perder de vista el cañón del arma que constantemente los seguía apuntando. Ambos tenían claro que lo mejor en dicha situación, era tratar de evitar un enfrentamiento armado. Al mismo tiempo que bajaban planta por planta, se aseguraron de que no quedase nadie en la vivienda y fueron solicitando apoyo.

Vigilando que Manuel no bajara tras ellos, llegaron a puerta de entrada y se pusieron a cubierto tras una pared hasta que llegó una patrulla de apoyo. Solo entonces pudieron buscar cobertura tras un vehículo oficial, y desde él controlar la casa.

Se movilizaron recursos de toda la comandancia. Se vaciaron las viviendas anexas y se acordonó la zona tomando todas las precauciones necesarias. Manuel se atrincheró en la casa y a través de su teléfono, se estableció contacto directo con él.

—O me perdona y retomamos la relación, o no salgo de la casa. —decía cada vez que lo llamaban.

No atendía a razones. Estaba cegado por una obsesión.

Al cabo de unas horas, se personó en el lugar un comandante de la Guardia Civil, experto en casos de toma de rehenes y secuestros. Era casi medianoche, cuando el comandante “negociador”, tras hablar con Manuel por teléfono durante interminables horas, tomó la decisión de acercarse a la casa.

La puerta estaba abierta. Manuel se encontraba en el rellano superior de la escalera con la escopeta. El negociador trataba de hacerle entrar en razón, pero él se negaba. Desesperado, al comprender que se había metido en un callejón sin salida, tomó otra mala decisión. La “penúltima” mala decisión de su vida.

Cogió la escopeta, y se apuntó al hombro izquierdo con ella. Quizás quería dar pena. Quizás buscaba lastimarse a sí mismo como días atrás, cuando ingirió todas aquellas pastillas. Seguramente, en su cabeza, sobrevoló esa idea común en los perdedores, de que, si dan pena, conseguirán que la otra persona los compadezca.

Quién sabe. El caso es que Manuel apoyó el cañón de la recortada entre su hombro y la axila izquierda, y sin pensarlo, metió el dedo en el gatillo y disparó contra su propio cuerpo.

Todos los que se encontraban en las inmediaciones de la vivienda escucharon el disparo. Alertados por él, entraron en la casa junto con los servicios sanitarios y se encontraron a Manuel tirado en lo alto de la escalera.

El orificio de entrada no revestía demasiada gravedad. El verdadero problema, era el de salida. Al recortar los cañones de la escopeta para transportarla de forma discreta, Manuel había aumentado sin saberlo su potencia de fuego. Las postas le habían cercenado la arteria axilar y se estaba desangrando de forma irremediable.

Cuando lo sacaron de la casa, una enfermera mantenía una toalla presionando con fuerza el orificio de salida en su espalda. En el trayecto a la ambulancia, la toalla se tornó completamente roja, cuando antes era blanca.

Le trasladaron al hospital y allí le operaron de urgencia. Sin embargo, no pudieron salvarle la vida, y Manuel, tras un órdago de malas decisiones que se prolongó durante semanas, fallecía tras haberse disparado a sí mismo en aquella casa.

Mientras eso sucedía, el equipo de Policía Judicial llevaba a cabo la inspección ocular de la vivienda. En un dormitorio de la planta superior se encontraron los cartuchos de caza perfectamente ordenados sobre una mesilla, junto a la cama en la que Bea dormía.

Lo que Manuel había planeado aquella noche, no era volver con su ex, sino matarla.

En las escaleras, había fotografías familiares rotas por los disparos. En el descansillo donde se pegó el tiro, coágulos de sangre y jirones de piel habían quedado adheridos a la pared. La alfombra de la escalera debió ser retirada días más tarde, pues estaba teñida de rojo oscuro.

A los pocos meses, Bea vendió la casa y se mudó para reiniciar su vida. El recuerdo de esas semanas la acompañó durante noches y noches, pero no fue solo eso lo que la persiguió durante un tiempo.

Habiendo terminado en tragedia la historia de Manuel, ciertas personas que se encontraban con ella, sonreían con una mezcla de compasión y suficiencia mientras le decían.

—Bueno mujer, tan malo no sería. Algo le tuviste que hacer.

Así de crueles son ciertas personas. Creedme. Lo digo porque lo sé.

Sucedió en Cangas en 2017 y volverá a suceder. Los cobardes atacan y agreden. Ya sea verbal o físicamente. Los cobardes solamente se detienen cuando les planta cara un familiar de la víctima, un amigo, o si presienten que sobre ellos va a caer todo el peso de la ley.

Manuel viajó desde Ourense hasta Vigo con una escopeta robada para recuperar a Bea. Ya fuera viva o muerta, él iba a salir de aquella casa con ella. En su cabeza no concebía otra idea. Tenía que recuperarla como fuera. Por eso, cuando se vio sin salida, recurrió al último recurso de los cobardes en toda pelea. Dar pena.

Lo que apenas tres meses atrás era una historia de amor, pasó a ser una historia con todos los ingredientes de una novela Shakesperiana. Amor. Desamor. Muerte, y por encima de todos… Una obsesión.

Ramón Otero

Ramón Otero

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