¡Qué poco te conocían esos de Madrid que ahora dicen que te recuerdan! Los que estuvieron a tu lado día a día, los que te tratábamos un día sí y un día también sabíamos de tu valentía, que a este escribidor le ponía la piel de gallina. Anunciaste tu enfermedad y tu operación con enorme subestima y positivismo, tanto que nos hiciste creer a todos que no tenía importancia. Regresaste al despacho al cabo de un mes con la fórmula que había elegido Fray Luis de León cuando retornó a las aulas a impartir clases: “Decíamos ayer...”. Claro que lo hiciste con mucho más humor que el clérigo poeta. Que tú te reías de todo, hasta de tu enfermedad, a la que tratabas como una compañera de reparto en una comedia de tu autoría. Nunca una sola queja. Nunca tu enfermedad como excusa. Esas horribles sesiones de radio y quimio las viviste con la gracia de la retranca: “Hoxe teño chute”, decías. Cabezón, estabas empeñado en sobrevivir a la enfermedad, pero el cáncer te cogió desprevenido en ese gesto de firmar, que te gustaba tan poco. Pero quedará tu humor y tu oratoria, desprovista de piedad para con tus adversarios políticos, que sí quisiste tener. Pero rechazabas la política fuera de la política. Porque creías en las personas. Ahora estabas muy pendiente de Helena, tu hija, que en verano iba a visitarte todos los días al despacho.