Turquía

Crónica desde Estambul, donde ir al trabajo es a veces un viaje al pasado

La ciudad del Bósforo cuenta, entre su red de transporte público, ferris que recorren cada día el estrecho más famoso del mundo

Pasajeros en el Fatih, uno de los ferris que recorre el Bósforo.

Pasajeros en el Fatih, uno de los ferris que recorre el Bósforo. / Adrià Rocha

Adriá Rocha Cutiller

Abajo de todo, en la sala de máquinas, bajo el nivel del agua, estruendo de motores, calor y ni una ventana, Nurettin está celoso. Es injusto, dice mientras ríe, porque él es el corazón de este barco, o mejor, el cardiólogo, el que lo mantiene a flote y en marcha, pero el protagonista siempre es el capitán, el de arriba.

Soy yo la persona más importante de este ferri. Yo controlo sus entrañas. Pero el capitán se lleva todos los méritos, aunque él solo mueva la dirección. Derecha, izquierda y poco más”, se queja, a gritos, Nurettin. Si lo hiciese con un tono más bajo, el rugir de los motores se adueñaría de sus palabras.

Nurettin es cardiólogo de barcos y doctor de navíos, y su paciente desde hace cinco años es ‘Fatih’, una de las decenas de ferris que, como hormigas que siguen su ruta marcada, pululan y recorren el estrecho del Bósforo, que parte la ciudad de Estambul por la mitad. Su trabajo es necesario: en una ciudad de 17 millones de habitantes, las carreteras, metros y autobuses no bastan para que todos lleguen al trabajo. Algunos —los que tienen suerte— van a trabajar en barco. 

En este día de principios de diciembre, el ‘Fatih’ navega perezoso por el Bósforo, esquivando sin apuros pesqueros pequeños y cargueros enormes. La ruta que sigue es la que transita entre los distritos de Besiktas y Kadikoy. Veinte minutos cada trayecto.

Arriba, en el puente de mando, el capitán ríe. “¿Quién te ha dicho esto? Con que solo la dirección… Dime su nombre y lo solucionamos rápido”, dice Ahmet mientras mueve ligeramente, algo soñoliento, el mando del ‘Fatih’. “No, pero en serio, aquí todos hacemos nuestro papel, y sin el otro nuestro trabajo no funcionaría. Para nosotros es un orgullo poder contribuir al funcionamiento de toda la ciudad, llevar a la gente al trabajo. Y, además, este es uno de los trabajos más bonitos del mundo. Desde aquí arriba las vistas son increíbles. Uno se acostumbra, ya no mira tanto, pero es increíble, y a veces me pongo a curiosear, a ver hacia adónde va ese carguero, este de donde viene”, dice el capitán Ahmet.

Un hombre mira al Bósforo desde el 'Fatih'.

Un hombre mira al Bósforo desde el 'Fatih'. / Adriá Rocha

Un piso más abajo, Sena no tiene tanto tiempo para mirar por la ventana. Sus clientes esperan, hacen cola, a veces le apremian. Ella funciona a toda máquina, ahora rellenando los vasos, ahora cobrando, ahora limpiando la cafetera. Sena es la responsable del, ahora sí, corazón del ‘Fatih’: su cafetería. “Del barco no sé, pero para los trabajadores, nosotros somos los más importantes. Somos nosotros los que les dopamos cada mañana con el café”, dice Sena. 

“Me gusta este trabajo, y he acabado conociendo a mucha gente que cada mañana va a trabajar en el barco y como ya sé a qué hora van a subir, ya preparo una tostada y el café para que esté listo justo cuando suben”, explica Sena. A veces, cuando la cosa está tranquila, consigue mirar algo por la ventana, hacia los edificios milenarios y minaretes centenarios de la península histórica de la ciudad: “A veces veo los delfines. Un día hasta conseguí ver una foca. A saber de dónde habría salido…”.

Un pasajero y una pasajera bebén su café con Estambul al fondo.

Un pasajero y una pasajera bebén su café con Estambul al fondo. / Adrià Rocha

Vuelta al pasado

Para el ‘Fatih’, sus compañeros y antepasados de ruta, todo cambió en 1973. En ese año se inauguró el primer puente del Bósforo, que unió Asia y Europa por primera vez y creó una nueva competencia directa a los ferris. 

“El trayecto que hacemos en barco ya no es tan tan crucial para la ciudad, porque antes no había otra forma de cruzar el Bósforo -recuerda el capitán Ahmet-. Ahora están los puentes [hay tres], el metro y el túnel. Nosotros nos hemos convertido en un medio de transporte algo más nostálgico. El ferri casi nunca se llena del todo; antes era imposible sentarse”. 

Es ya tarde, el sol se esconde y decenas de personas se agolpan en el puerto para entrar al ‘Fatih’ y volver a casa. Canan y sus dos compañeros se preparan: ellos, guitarra y bombo en mano; ella, un micrófono, el altavoz y, a sus pies, una cesta con algunos billetes y monedas. “Bienvenidos todos a bordo, y esperamos que pasen un buen trayecto”, dice Canan antes de empezar. Muchos se giran a escuchar; algunos, sacan el teléfono para grabar las vistas con la música de fondo.

“Por la mañana no trabajamos porque la gente va a trabajar y tampoco queremos molestar, pero por la tarde sí que a muchos les gusta escuchar música. Cuando la gente vuelve a casa, nosotros amenizamos su viaje. Nos lo pasamos bien, y participamos en crear esta idea de nostalgia en los trayectos en barco”, explica la cantante.

“Podemos hacer conciertos de 20 minutos en los que sabemos que las personas sentadas delante nuestro van a tener que escucharnos durante todo el trayecto”, dice Canan sobre sus conciertos 'forzosos'. "Así que se gana mucho más dinero en los ferris que en cualquier otro lugar. Pero no lo hacemos todo por el dinero, ¿eh? Lo hacemos porque nos gusta ”, afirma.

Es ya de noche, y los pasajeros abandonan el barco. Canan y sus compañeros agradecen a los que les dan algo de dinero. La pasarela baja, la puerta se abre y todos los viajantes salen en masa. Para ellos, el día ha terminado; al ‘Fatih’, sin embargo, aún le quedan varios continentes que conectar

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