Andrew Strahan nunca se planteó qué haría tras acabar el instituto. Como su padre, su abuelo y así hasta cinco generaciones de la dinastía Strahan, sabía que su futuro estaba bajo tierra, en las minas de carbón de la frontera entre Pensilvania y Virginia Occidental, la mayor cuenca minera de Norteamérica. Hace siete años cerró los libros para siempre y un mes después bajó a su primera galería.

"Lo llevo en la sangre, es parte de mi identidad. La alternativa era ir a la universidad, salir de allí endeudado hasta las cejas y sin garantías de un buen trabajo", dice ahora, a sus 25 años, mientras masca tabaco y puntúa las frases escupiendo en una botella de Coca-Cola. La mina paga salarios que rondan los 100.000 dólares anuales (unos 85.000 euros), pero es un mundo que se está desmoronando de forma inexorable.

Strahan se quedó sin trabajo en abril, al igual que otros 240 mineros, después de que Consol Energy anunciara el cierre temporal de la mina de Enlow Fork aludiendo al desplome de la demanda por la pandemia. Nada nuevo por estas tierras, que en la última década han visto cómo cerraban casi todas las explotaciones del suroeste de Pensilvania.

Solo dos siguen abiertas. "Esta gente pensaba que se jubilaría en las minas. Cada vez que cierran es un drama porque se resiente toda la economía. No hay por aquí muchos más sueldos de clase media", dice Kristie Vleit, la dueña de una pastelería en el centro de Waynesburg. Los otros están en una prisión estatal y en el gas natural, explotado abundantemente en la región.

En el pueblo solo se ven estos días carteles electorales de Donald Trump. Los de Joe Biden se pueden contar con una mano. Hace cuatro años el republicano quiso erigirse en el salvador de esta misma industria. "Vamos a relanzar el hermoso y limpio carbón", proclamó una y otra vez en los estados mineros e industriales que fueron claves para su victoria electoral. Prometió reactivar la producción, crear miles de empleos y acabar con la "guerra contra el carbón" de Barack Obama.

Para los mineros fue como si un rayo de luz se colara en sus oquedades. Particularmente, ante los planes de transición hacia las renovables de Hillary Clinton, que en un desliz épico dijo una frase que nadie ha olvidado por estos lugares: "Vamos a dejar sin trabajo a un montón de mineros del carbón y compañías mineras".

Pero Trump ha sido incapaz de frenar el fulgurante declive del más contaminante de los combustibles fósiles. Ni siquiera tras desmantelar las políticas de su predecesor para reducir las emisiones de las centrales térmicas de carbón o las trabas al sector para descargar mercurio en la atmósfera y residuos en el agua. Medidas que, en realidad, no habían empezado todavía a aplicarse.

El cierre

"Las eléctricas de carbón siguen cerrando en este país, más rápido, de hecho, que en el segundo mandato de Obama. Y en estos cuatro años hemos perdido 5.000 empleos", dice Robert Smith, portavoz del principal sindicato del sector, el United Mine Workers of America. De generar el 33 por ciento de la electricidad consumida por los estadounidenses en el año 2016, el carbón ha pasado a representar solo el 20 por ciento, un colapso acelerado por la pandemia del coronavirus.

Su espacio se lo ha comido el gas natural, barato y abundante, y las renovables, que por primera vez en 130 años han superado al carbón en el menú energético de Estados Unidos, algo que no se veía desde el esplendor de la madera. "Trump creó esperanza en mucha gente y no ha cumplido", afirma Smith, cuyo sindicato no respalda a ningún candidato en estas elecciones. En ningún rincón del país hay planes para construir nuevas centrales térmicas de carbón. Más de 200 han cerrado a lo largo de la última década.

Pero en este condado de Greene nadie parece sentirse traicionado por el actual presidente, al que votó el 68 por ciento de sus 40.000 ciudadanos. "Una sola persona no puede resucitar la industria, hay muchos factores en la ecuación", dice, a modo de disculpa, Strahan, que volverá a votarle el próximo 3 de noviembre. Y hasta los demócratas dan ya por perdidos a los mineros, a pesar de que no hace tanto el sector era un bastión de su partido.

"No va a haber un vuelco porque esta gente necesita esperanza y Trump se la da, aunque sea con promesas no realistas", dice Bob Vitolo, un jubilado que reparte sin éxito carteles de Joe Biden en el pueblo.

El candidato demócrata ha puesto sobre la mesa un plan de dos billones de dólares para descarbonizar la economía. Antes del año 2035 se ha propuesto acabar con las emisiones de dióxido de carbono de las eléctricas. "Sus políticas son una amenaza para comunidades como la mía porque acabarán con el carbón", dice Strahan resumiendo el sentir de las cuencas mineras.

El candidato demócrata también tiene planes para la reconversión económica de comunidades como la suya, pero aquí están hartos de que ese tipo de promesas nunca se cumplan. Ni siquiera cuando tratan de cocinarse desde el municipio. "El problema es que comunidades como esta no son suficientemente atractivas para las empresas porque tiene poca población y malas infraestructuras", reconoce Mike Seams, uno de sus dirigentes locales.

Por eso, muchos piensan aquí que Trump es la última esperanza para evitar la muerte del carbón, que es, en definitiva, su modo de vida, su economía y su identidad. No deja de ser una ironía que fuera precisamente en Scranton (Pensilvania) donde naciera Biden, el hombre que podría darle la puntilla al carbón o, si cumple con sus promesas, un futuro a esta tierra que se mantiene aferrada a los últimos espasmos de su pasado.