Siete minutos después de las ocho de la mañana de ayer, en una prisión de Terre Haute (Indiana), un forense certificó la muerte de Daniel Lewis Lee. Una inyección letal de pentobarbital sódico acababa de terminar con la vida de un hombre de 47 años condenado a muerte en 1999 en un caso federal por un triple asesinato cometido tres años antes.
Con su ejecución, fruto de una intensa batalla legal habitual en los casos de pena capital y avalada solo unas horas antes de madrugada por la mayoría conservadora del Tribunal Supremo, el Gobierno de Donald Trump culminaba la reactivación de las ejecuciones federales que anunció hace un año. Ponía fin a una moratoria informal que las había dejado en suspenso los últimos 17 años. Y con esa ejecución, otras dos previstas para esta semana y otra en agosto, Trump coloca la pena capital entre los asuntos de debate de cara a las elecciones presidenciales del 3 de noviembre.
A la hora de escribir este artículo el presidente mantenía silencio sobre la ejecución y quedaba en manos de su titular de Justicia, William Barr, defender que "se ha hecho justicia" con la aplicación de la pena de muerte en el caso de Lee. El candidato demócrata Joe Biden tampoco había hecho al cierre de este artículo ninguna declaración y su campaña no había contestado a una petición de reacción, pero en el pasado el exvicepresidente de Barack Obama, que mantuvo la moratoria informal a las ejecuciones federales que según la base de datos del Death Penalty Information Center esperan 61 presos, se ha mostrado favorable a abolir la pena capital en esos casos. Biden ha animado también a los 25 estados que aún mantienen el castigo en su sistema de justicia (y los tres que lo tienen paralizado por moratorias de sus gobernadores) a acabar con la pena de muerte, que el 1 de enero del 2020 esperaban 2.620 reos.
Aunque en su comunicado de ayer el fiscal general defendía que "el pueblo americano ha tomado la sopesada elección de permitir el castigo capital para los más atroces crímenes federales", sus palabras obvian el declive que en los últimos años ha habido en el respaldo a la pena de muerte en EE UU, el único país occidental en la lista de 53 naciones que la siguen aplicando.