Desde hoy faltan cuatro meses para que Estados Unidos celebre sus elecciones presidenciales, tiempo que en la política estadounidense es una eternidad. Lo atestiguan los cuatro últimos meses, marcados por la pandemia del coronavirus, la recesión económica pareja a la crisis sanitaria y una revuelta social contra la violencia policial y la injusticia racial. Todo ha sacudido al país. Todo ha alterado la campaña electoral en que se miden el presidente republicano, Donald Trump, y el candidato demócrata de facto, Joe Biden. Y todo, especialmente la cuestionada respuesta ante el triple reto del mandatario, coloca a Trump, a 123 días de la cita con las urnas, ante sus perspectivas más oscuras para la reelección.

No hay experto que, a esta distancia de los comicios, y más con los precedentes de 2016, ponga la mano en el fuego por las encuestas. "Las nacionales, que dan a Biden una ventaja media de 9,4 puntos, son irrelevantes", según el profesor de Historia de la Universidad de Carolina del Norte David Goldfield, que insta a tomar con cautela las de seis estados bisagra clave donde Biden adelanta a Trump (Florida, Carolina del Norte, Pensilvania, Michigan, Wisconsin y Arizona). Pero en los detalles de unas y otras, en las que ahora ponen en juego estados que el republicano parecía tener garantizados como Ohio y Georgia y, sobre todo, en las que valoran su gestión, se acumulan las señales de alarma.

El margen por el que su desaprobación supera su aprobación es de 14 puntos. Los sondeos muestran que Biden amplía la ventaja que tuvo Hillary Clinton con grupos de votantes como negros, latinos, mujeres y jóvenes, y la caída de apoyos a Trump entre colectivos clave para su elección: hombres, blancos, mayores, de suburbio... Además solo el 12% de los estadounidenses están satisfechos con cómo van las cosas. Entre los republicanos el índice ha caído del 55% de abril al 19%.

Los nervios son evidentes en la campaña de Trump, que se había articulado sobre unos logros económicos que el coronavirus ha hecho añicos. Y hasta aliados como el exgobernador de Nueva Jersey Chris Christie creen que "Trump está perdiendo" y "si no cambia de dirección tanto en términos de sustancia como en la forma en que se dirige al pueblo estadounidense, perderá".

Trump no da señales de haber recibido el mensaje. Este miércoles, cuando EE UU batía con 50.000 contagios su marca diaria en una pandemia que ya ha infectado a 2,7 millones de ciudadanos y deja hasta el momento más de 28.000 muertos en el país, él insistía en que "en algún momento va a, simplemente, desaparecer". Aunque el mismo día dijera por primera vez: "Estoy completamente a favor de las mascarillas", aún tiene que ponerse una en público.

Trump sigue apostando por una recuperación económica que, pese a los buenos datos de empleo de junio, cada vez está más en duda dado el fuerte rebrote del virus en el sur y el oeste que reabrieron prematuramente. Y en opinión de la politóloga de Missouri Western State Melinda Kovacs, "su énfasis en su imagen hace que el Covid-19 no se trate como una crisis de salud pública sino como un conflicto político".

No hay tampoco ningún puente tendido a la sociedad que desde la muerte de George Floyd a manos de la policía en Minneápolis ha salido a las calles en masa, revitalizando el movimiento Black Lives Matter. Al contrario, Trump se empeña en redibujar esas protestas como de izquierda radical (aunque tras los casos más graves de violencia esté la extrema derecha). Y se vuelca en las guerras culturales con su foco en los derribos de estatuas o el asalto a las llamadas a quitar financiación a la policía.

"Piensa que su camino a la reelección implica amplificar las divisiones en la sociedad y posicionarse como el tipo duro que puede traer orden a una sociedad supuestamente sin ley", analiza Seth Cotlar, profesor de Historia de la Universidad Willamette. "Ese fue el manual de [Richard] Nixon, pero el país es muy diferente". Nixon, además, no era en 1968 aún presidente en busca de la reelección. Y por más que Trump apuesta por hacer campaña como un outsider, lleva ya desde enero del 2017 al mando, en la Casa Blanca.

Un problema añadido son los gigantes de Silicon Valley, que han empezado a dar pasos para limitar el abuso de sus plataformas para lanzar discursos de odio. En Youtube, han cerrado canales de prominentes supremacistas blancos; Twitter fiscaliza los mensajes de Trump y, quizá lo peor de todo, también ha empezado a hacerlo Facebook; y Twitch ha suspendido su canal.