Noche de cuchillos largos en la judicatura de Estados Unidos. El Departamento de Justicia anunció el viernes por la noche la dimisión de Geoffrey Berman, el fiscal federal de Manhattan que ha pilotado algunas de las investigaciones más sonadas contra el círculo más cercano al presidente, Donald Trump. Pero se ha topado con un hueso difícil de extirpar. Berman respondió afirmando que ni ha dimitido ni tiene intención de hacerlo a menos que el Senado le obligue a apartarse del cargo tras confirmar a su sustituto. El pulso en la judicatura ha vuelto a poner el foco en las maniobras de la Casa Blanca para purgar a los magistrados que han investigado en los últimos años al presidente y sus allegados. Unas maniobras que ha liderado el fiscal general William Barr, un cargo al que se le presupone cierto grado de independencia del Ejecutivo.

Las purgas no son nuevas. En el último año Barr ha interferido reiteradamente en los principales casos contra el entorno de Trump y ha puesto a simpatizantes del presidente al frente de la supervisión de varios ministerios fiscales. El mes pasado nombró como número dos de la Fiscalía Federal de Washington a Michael Sherwin, el mismo juez que recomendó una sentencia más laxa para Roger Stone, el confidente de Trump condenado a 40 meses de prisión, y persiguió a una ciudadana china que se coló en una zona restringida de su resort de Mar-a-Lago. Ese patrón de comportamiento ha llevado a los demócratas y algunos juristas republicanos a acusar a Barr de haber politizado la justicia para ponerla al servicio de los intereses personales del presidente.

Berman no es un fiscal cualquiera. Metió en la cárcel al exabogado personal de Trump, Michael Cohen, por utilizar fondos de campaña para silenciar a dos mujeres que dicen haber tenido relaciones sentimentales con el presidente. Y estaba investigando a Rudolph Giuliani, el exalcalde de Nueva York que asumió el trabajo de Cohen tras su caída en desgracia. También había hurgado en los fastos de la investidura de Trump para dilucidar si fueron financiados con donaciones extranjeras, un cúmulo de acontecimientos que llevó al presidente a pedir su cabeza.

Entre tanto, todo estaba listo anoche para que 19.000 personas abarrotaran un polideportivo en Tulsa (Oklahoma) para escuchar a Trump, en su primer mitin de campaña desde el comienzo de la pandemia. El mitin se celebró en pleno repunte del virus y después de que el presidente ignorara las súplicas de las autoridades sanitarias locales para posponer el acto, alegando que podría convertirse en un masivo foco de contagio. Tampoco ha prosperado una demanda judicial presentada para impedir la celebración del mitin.

La campaña de Trump anunció que repartiría mascarillas y geles desinfectantes entre los asistentes, aunque el uso de la protección facial no es obligatorio, y tanto el presidente como su secretaria de prensa adelantaron que no se la pondrían. También se retiró el toque de queda invocado inicialmente por el alcalde para prevenir incidentes entre los simpatizantes de Trump y las contramanifestaciones planeadas, una decisión que adoptó a instancias del Servicio Secreto.