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La retirada de EE UU del avispero sirio

Gana Asad, gana Putin, gana Trump, ¿quién pierde?

El anuncio de la salida de Siria de las tropas del Pentágono mueve a los kurdos a entenderse con el dictador y lo sitúa en posición hegemónica

Vehículos militares de EE UU en Manbij, en el Kurdistán sirio. // AFP

Imagínense que Siria es como una Galicia a la que le hemos quitado casi todo Ourense porque su frontera sur traza una pendiente de 45 grados que nace en la desembocadura del Miño y busca la esquina suroccidental de Asturias. Hacia mediados de 2015, tras más de cuatro años de guerra civil, las fuerzas del dictador Asad controlaban el equivalente a un río que, pasando por la capital, Damasco -sitúenla en la ciudad de Pontevedra-, discurriese en paralelo a las Rías Baixas y se desbordase sobre buena parte de la provincia de A Coruña, incluida la Costa da Morte. El resto del territorio estaba en manos de todo tipo de rebeldes: yihadistas del rampante Estado Islámico y de Al Qaeda, insurrectos laicos (cada vez menos laicos), kurdos y enormes extensiones de arena del desierto.

Y en eso, en septiembre de 2015, Rusia decidió intervenir en Siria de modo abierto, invocando la necesidad de combatir al Estado Islámico. Invocación idéntica a la que, a finales de la primavera de 2014, habían lanzado los Estados Unidos de Obama para meterse en el avispero. Tres años largos después, y con el Estado Islámico convertido en cenizas durmientes del desierto, Asad, ayudado por Rusia, Irán, los libaneses proiraníes de Hezbolá y las milicias iraquíes próxima a Teherán, es dueño y señor de toda Pontevedra, la costa occidental y el interior coruñeses y parte de las profundidades lucenses. Solo la costa de Lugo y la septentrional coruñesa se le escapan. O sea, la frontera con Turquía, un tercio del país, casi toda ella en manos de las milicias independentistas kurdas que, reforzadas por la aviación del Pentágono y una veintena de bases estadounidenses, y aliadas con un batiburrillo de grupos, han puesto en pie un curioso experimento confederal llamado Rojava.

Pues, en eso, en diciembre de 2018, otros Estados Unidos, los de Trump, anuncian su adiós a Siria, donde tienen 2.000 soldados, tras asegurar que, misión cumplida, el Estado Islámico ha sido derrotado y que de sus residuos errabundos darán cuenta los turcos. Pero los kurdos, dejados en la estacada, saben que ellos son el único enemigo que le importa a una Turquía cuyo mayor temor son las conexiones entre Rojava y su propia minoría kurda. De modo que, huérfanos de EE UU, piden auxilio a Asad. Mejor ser aliados del dictador que víctimas de ofensivas turcas. Y, en paralelo, Rusia explica a Turquía que lo idóneo es coordinarse para ocupar el vacío que deja Trump. De modo que la posición de Asad, de Rusia y de Irán -con sus apéndices libaneses e iraquíes- queda reforzada hasta la hegemonía. Casi ocho años después del inicio de una guerra civil que ha causado casi medio millón de muertos, millones de desplazados y toneladas de miseria, además de poner en jaque a la UE con oleadas de refugiados, la situación parece volver a la casilla de partida. Asad reina y Rusia gobierna. Aunque con una incógnita: ¿dónde están los Estados Unidos ahora?

A vuela pluma, Siria fue uno de los grandes patinazos de un Obama que, como Trump y contra el criterio del Pentágono antes y ahora, estaba obsesionado con salir de Oriente Medio. A regañadientes, Obama, con el visto bueno de Rusia y China, puso en marcha el derribo del libio Gadafi en marzo de 2011 y, acto seguido, pretendió repetir la jugada en Siria. Pero Rusia, que incluso tenía y tiene una base naval en la costa siria, negó la carta blanca para derribar a Asad. Y la insurrección se quedó con los pies colgando al borde de un abismo que engendró una guerra civil en la que la Casa Blanca de Obama intentó mezclarse lo menos posible. De hecho, en el verano de 2013 anunció y anuló una campaña de ataques a Asad en represalia por su supuesto uso de armas químicas. Hasta que, en la primavera de 2014, la imprevista eclosión del "califato" del Estado Islámico en Irak y Siria, le obligó a regresar a Irak y a poner en marcha la campaña de bombardeos en Siria a la que ahora dice adiós Trump de modo oficial.

Lo de Trump, como corresponde al personaje, es un carajal diferente. Uno de los ejes de su campaña fue el abandono de las "guerras inútiles" (Siria, Irak, Afganistán). Pero en sus dos años de mandato, como le ocurriera a Obama, se ha encontrado con la negativa del Pentágono que, en dos palabras, equipara salir de Oriente Medio a regalárselo a Rusia e Irán, en perjuicio de Israel.

En los primeros meses de Trump, el Pentágono contó con un poderoso aliado en la Casa Blanca: el grupo centrista encabezado por Ivanka Trump y su marido, el judío Jared Kushner. Fueron ellos quienes, ofreciéndole al magnate el señuelo de una venta multimillonaria de armas, consiguieron que el primer viaje presidencial a la zona fuera a Arabia Saudí, aliada de Israel contra Irán.

Pero, ahora, el centrismo está de capa caída en la Casa Blanca y hasta los generales conservadores (Mattis, Kelly, McMaster) que moderaban a los ultraderechistas han saltado por los aires. El último, Mattis, hace unas semanas, en desacuerdo con la anunciada salida de Siria que quintaesencia el fracaso de su política de anclaje de EE UU en Oriente Medio.

Así las cosas, ahora mismo, en Siria ha ganado Asad, que ya solo tiene que agitar de vez en cuando el señuelo de una transición política. Y ha ganado Putin, que solo tiene que ir pactando con Turquía los pequeños trofeos que cada tanto necesita el autoritario Erdogan para consumo interno. Y ha ganado Irán, cuya creciente influencia regional (Irak, Siria, Yemen, Qatar) era la gran obsesión del dimitido Mattis. Y, claro, ha ganado Trump, que, por fin, consigue anunciar el abandono de una "guerra inútil", aunque la que le sangra y amenaza es la de Afganistán.

De modo que, con tantos ganadores, es seguro que alguien pierde. Desde luego, pierde Israel y por partida doble: hostigado desde Líbano y desde Siria, mientras la Liga Árabe se dispone a readmitir en su seno al antaño apestado Asad y los Emiratos Árabes reabren su embajada en Damasco, prefigurando un acercamiento de las petromonarquías a los 400.000 millones que pondrá en juego la reconstrucción del país.

Y sin duda pierde o gana alguien más, aunque su nombre aún no se conozca. Entre otras cosas, porque tal vez solo figure en los planes que el Pentágono esté urdiendo para, de nuevo, embridar la voluntad de la Casa Blanca de salir corriendo de Oriente Medio.

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