La victoria del republicano Donald Trump en las elecciones presidenciales del martes se fraguó en Florida y se completó en estados de los Grandes Lagos, como Wisconsin, o de la Costa Este, como Pensilvania. Por supuesto, para alcanzar los 279 votos electorales que se alzan en su casillero -a falta de sumarle los 11 de Arizona y los 16 de Michigan, paralizados por reclamaciones- necesitó ganar otros muchos, pero la clave estuvo en esos, porque fueron los que dejaron a su rival demócrata, Hillary Clinton, sin posibilidad alguna de darle la vuelta a un escrutinio en el que fue siempre por detrás.

Para entender las claves territoriales de la victoria hay que fijarse en el concepto de estados fijos y estados pendulares, o cambiantes. Hay regiones enteras de EE UU -como la Costa Oeste o buena parte de la Costa Este- que desde hace décadas y décadas votan demócrata. De igual modo, la mayor parte de los estados del Medio Oeste y el Oeste, en general mucho menos poblados y de carácter más agrario o desértico, suelen votar republicano en la mayor parte de las ocasiones. Sin embargo, hay otros estados que se muestran mucho más volátiles, o, dicho de otra manera, que reflejan mucho mejor la inclinación que, por rachas, presenta el conjunto del país hacia uno u otro de los dos grandes partidos.

Estados pendulares

Los estados pendulares no son siempre los mismos, claro, aunque desde hace décadas hay dos que aparecen de modo pertinaz en la lista: Florida y Ohio. Este último ha sido calificado de "laboratorio" de EE UU, porque es como un microcosmos que calca la composición general del país. En consecuencia, desde 1960 siempre ha votado por el ganador de las elecciones. Y este martes también.

En la convocatoria presidencial de 2016, los estados pendulares eran un total de catorce: los dos citados y, además, Nuevo Hampshire -cuyos cuatro votos deberían subir al casillero de Clinton cuando se resuelvan las reclamaciones-, Maine, Pensilvania, Virginia, Carolina del Norte, Georgia, Michigan, Iowa, Colorado, Nuevo México, Arizona y Nevada. En todos ellos las encuestas daban una diferencia inferior a cinco puntos entre Trump y Clinton. Pero mientras algunos -como Ohio, Carolina del Norte o Georgia- parecían inclinarse hacia Trump, otros, como Michigan, Colorado o Nuevo México parecían destinados a engrosar la bolsa de Clinton. Quedaba, en estricto empate, Florida, que con sus 29 votos electorales es el tercer estado de más peso, después de California (55) y Texas (38) y en igualdad con Nueva York.

Las dos campañas sabían que quien se hiciera con Florida, que votó a Obama en 2008 y 2012, tenía mejor encarrilada la elección que quien fuera derrotado en ese estado mixto que, junto a una fuerte presencia latina, cuenta también con una nada despreciable aportación de jubilados llegados de otras partes de EE UU en busca de sol para sus últimos años. Pues bien, fue Trump quien ganó una Florida en la que el peso de los exiliados cubanos no es el de antaño, pero sigue estando muy presente.

Pero, además de ganar Florida, mantener las aspiraciones exigía hacerse con el mayor número posible de los pendulares en los que se partía con ventaja. Y ahí Trump lo hizo mucho mejor, porque solo se dejó robar -y no es del todo seguro, depende de los recursos presentados- los cuatro votos de Nuevo Hampshire y, para compensar este hurto, le quitó a Clinton los 20 de Pensilvania -que no votaba republicano desde 1988- y los 16 de Michigan.

No acaban ahí las virtudes electorales desplegadas por el ganador. Se supone que, para aspirar a la Casa Blanca, hay que defender con soltura los estados "propios", los que tradicionalmente votan los colores de cada uno. Y ahí, de nuevo, Trump volvió a hacerlo mejor.

El magnate no solo se apuntó sin fallos todos los cotos que se le suponían sino que, además, le asestó un poderoso zarpazo a Clinton cuando le arrebató Wisconsin, cuyos diez votos electorales eran cruciales para la candidata demócrata tras haber perdido Florida. Para entender el alcance de la penetración de Trump en territorio adverso hay que señalar que Wisconsin no votaba republicano desde que lo conquistó Ronald Reagan en 1984. Y que Michigan no lo hacía desde que el sucesor de Reagan, George Bush padre, se impuso allí en 1988.

Visto desde el otro lado, puede decirse que Clinton no sólo no supo seducir a la soleada Florida, sino que se dejó robar uno de los bastiones de la Costa Este -la Pensilvania donde se alza la histórica Filadelfia- y además, pinchó en los Grandes Lagos, de los que es originaria, al perder feudos demócratas como Wisconsin y Michigan. Una pobre actuación se mire como se mire.