Para un viajero, Grecia semeja un país que te impregna de su rica tradición cultural. Incluso sus paradas de metro se llaman Sintagma, Onomatopeya... y sus habitantes, Sófocles, Eneida, Perséfone... Sin embargo, sus islas, Kos o Lesbos, otrora llenas de encanto turístico e histórico (en esta última Julio César fue condecorado por primera vez), muestran un panorama cruel y desalentador.

El éxodo masivo de personas desde el otro continente, solo comparable a los movimientos migratorios provocados por la Segunda Guerra Mundial, ha traído a las costas de la pequeña isla griega de Lesbos una estampa terrorífica. La agencia de refugiados Acnur alerta de que, hasta la fecha, han sido casi medio millón de personas las que han sobrevivido al terror de llegar en pequeñas lanchas a Europa. Este goteo incesante, como si se estuviese materialmente vaciando un continente gota a gota en otro, continuará trágicamente hasta 2017.

Cada día las organizaciones ven sobrepasar sus previsiones y provisiones. Esta angustiante situación es superada gracias a la docilidad de los refugiados en los campos, quienes agradecen aún sonrientes cuando les repartes media manzana y medio plátano por persona y necesitas pedirles perdón por la tragedia de este mundo injusto.

A este alivio se suma la entrega vocacional de no más de medio centenar de mujeres y hombres, voluntarios de diferentes nacionalidades, edades y profesiones, que dedican su energía inagotable a intentar contener la tragedia de los ojos de los refugiados.

Paramédicos noruegos, socorristas españoles, policía de fronteras voluntaria portuguesa en el barco guardacostas, un grupo de jóvenes americanos en su GAP Year, una extraordinaria mujer inglesa, dueña de la Captain´s Tavern que organiza en Molivos a los voluntarios, además de un puñado de familias griegas e inglesas que viven en la isla y han organizado turnos de traslado desde la orilla, donde llegan con sus barcos, a las tiendas de campaña de Acnur o de Médicos sin fronteras, donde recibirán las primeras atenciones.

El drama se cifra en unas dos mil personas que llegan a diario en sus barquitos de plástico y parten en ferry, unos diez diarios (en torno a mil personas en cada uno de ellos), hacia Atenas. La odisea tiene nombres propios, como tú y yo, familias que intentan dejar atrás la sangre derramada en su pueblo y que miran sonrientes y esperanzados a un futuro que desconocen y ni siquiera intuyen.

Han pagado entre 1.500 y 2.000 dólares cada uno. Sus ahorros de toda la vida. Han vendido sus casas, sus joyas, su cuerpo... En invierno, las mafias turcas y/o albanesas, que les venden el traslado a este lado de la orilla, hacen rebajas, 2x1, las olas son más fuertes, llueve? He visto recibos de una familia de diez personas que ha pagado 13.000 euros por un trayecto que en cualquier barquito turístico no podría costar más de 10 o 20 euros.

Sí, les engañan. De los refugiados se aprovechan todos. Al salir les prometen que irán 20 en la embarcación y que el trayecto durará 20 minutos. Pero cuando pagan, a punta de pistola embarcan a un promedio de 60 o 70 en un naufragio casi previsible, con chalecos falsos, llenos de grasa, en una travesía de más de cuatro horas, en la noche, pues no vigila la costera, o de día, más repletos los barcos, rumbo a lo desconocido.

Una linternita dirige su haz de luz desde el medio del mar y en la costa griega, dando cobertura a 17 kilómetros, otea la costa un grupo de socorristas voluntarios de Badalona y Salam. ¿Quién es Salam? Es lo más parecido a un ángel real. Este treinteañero danés fue el 5 de septiembre a Lesbos a celebrar su cumpleaños y ante la situación decidió quedarse y convocar a sus amigos para trabajar en esta tarea de rescate extremo: dar cobertura a las noches más duras. Cuando las barcas zozobran y ni siquiera se intuyen, allí está Salam y su Team Humanity, haciendo de Titán y sustituyendo con su cuerpo al motor de la embarcación que falla, o llevando a esa familia de ocho niños sin madre en todo su recorrido hasta Alemania.

Pero el día a día (la noche a noche) de Lesbos es intenso. Un número imprevisible de embarcaciones se asoma a la costa. Hay que ayudarlas y vaciarlas de personas que empapadas deliran de alegría al llegar a la costa. O gimen de dolor y terror. Hay que acercarlas, en coches de alquiler particulares, al puesto de los dos paramédicos.

La otra mañana fue un tránsito de viajes de mujeres embarazadas y ancianas a las que mandan de noche -toda la noche zozobrando- y llegaron a raudales heladas, heridas, doloridas, abriendo el alba. Y tres niños, tres vidas que no podrán soñar más con el paraíso. Al día siguiente, un barco con 300 personas perdió 14 vidas y hubo 44 desaparecieron. La policía, ayudada por la cámara térmica de un fotógrafo americano, les buscó día y noche. La tarea se acumula. Otro día más y más y más...

Ancianas, hombres, mujeres, niños caminarán extenuados desde la orilla hasta el primer puesto de acogida (unos 7 kilómetros de carretera de tierra y acantilados). Pero ya no quedan ni medicinas ni provisiones. Solo mantas y esterillas para dar cobijo a la primera noche.

Son los puntos calientes donde a diario arrecian entre 100 y 150 embarcaciones, con una media de 50 personas en cada una de ellas. Desde allí a la capital hay en torno a 60-70 kilómetros. Distancia que se espacia en dos, tres, campos de refugiados para intentar evitar las avalanchas. Todos quieren llegar al ferry que les llevará a Atenas.

No saben que tras su primer paso en tierra -cuando exclaman excitados y emocionados "Alemania, Alemania"- habrá un sin fin de desventuras en su viacrucis personal. Hoy están empapados y muertos de frío -no llegan las manos para facilitarles calzado y ropa seca y mantas térmicas especiales- pero mañana tendrán hambre y pasado estarán indignados. Aún así, no será peor que en Siria, aseguran.

Médicos que han dejado atrás su profesión, ingenieros, maestros, abogados, electricistas, granjeros, arquitectos, músicos con su violín, artistas, jóvenes que han tenido que abandonar sus estudios, y miles y miles de niños que se regocijan al volver a tener una pelota o lápices de color entre sus dedos. Familias enteras que dejan atrás un pasado cruel ("jamás hubiese dejado mi tierra si no es por la guerra", reconocen) que ven sus ciudades desaparecer ante la desidia política mundial. O como el caso de Ahmed, que con 17 años se compró su ticket al éxodo solo, pues toda su familia ha muerto. Ellos esperan tanto de Europa...

De una forma u otra todos podemos sentir su dolor. Demostrar empatía y mirarnos en sus ojos. Nuestra memoria histórica podría describirnos con detalle sentimientos semejantes a los que hoy sufren estos refugiados, hoy sirios, afganos, iraníes, iraquíes, gente de Ghana e, incluso, un día llegó una familia de Santo Domingo por esta rocambolesca vía. Pero ayer, hace 70 años, fuimos nosotros los que cruzábamos, huíamos de una España que también renegó de los suyos.

Families 4 Peace (www.families4peace.com) no es una gran organización, ni una ONG. Somos personas, familias, que nos hemos mojado en su naufragio. Allí, en la playa, se necesitan muchas manos como las que actualmente se desesperan cada día con sus noches.