Éstas son cifras ofrecidas a Efe por la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía de Colombia, muy inferiores a las que ofrecen algunas Organizaciones No Gubernamentales que elevan los desaparecidos a 30.000 en las últimas décadas.

La sistemática desaparición de personas es uno de los grandes dramas del conflicto colombiano, que se extiende por más de cuatro décadas y que tuvo una escalada sin precedentes con la aparición de los escuadrones de la muerte en los años ochenta del siglo pasado.

En los últimos dos años se han hallado 1.729 cadáveres en 1.403 fosas, de los cuales sólo han sido identificados 517 gracias a los testimonios de los paramilitares arrestados o desmovilizados.

Los ejecutores han explicado al detalle cómo mataron, trocearon y enterraron a sus víctimas, datos que se unieron a los ofrecidos por informantes que buscan los algo más de 200 dólares que el Gobierno ofrece como recompensa por información que lleve a las macabras tumbas.

"Entre las formas de llegar a estas fosas clandestinas de grupos armados al margen de la ley están también los campesinos, que arando sus tierras encuentran restos humanos, y el Ejército, que en sus patrullajes las encuentran", explicó a Efe el fiscal Javier Celedón.

Este funcionario forma parte de uno de los seis equipos de la Fiscalía de Colombia que se ha propuesto desenterrar los horrores de la cruenta guerra colombiana.

Concentrado en el metódico trabajo de extraer restos de cadáveres de una de esas fosas, ubicada en una zona montañosa y de difícil acceso del departamento central de Boyacá, Celedón narró cómo los cuerpos descuartizados y las confesiones de los paramilitares evidencian prácticas inhumanas.

Y es que los cuerpos fueron descuartizados para poder enterrarlos en pequeños huecos, según comprobó Efe.

Los jefes de las derechistas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) llegaron a impartir cursos a jóvenes en los que como "prueba de coraje" debían trocear vivos a ancianos y campesinos que acusaban de ayudar a guerrilleros.

"Es aterrador", reconoce este fiscal, al detallar que en una ocasión llegaron a desenterrar a "una familia completa" que había sido desmembrada e incinerada.

Esta práctica obedece al pragmatismo de reducir al máximo las pruebas y sortear la posibilidad de ser acusados de crímenes de lesa humanidad.

"Lo que uno no se imagina que un ser humano le pueda hacer a otro, nosotros lo hemos visto aquí", confiesa Celedón.

La labor de estos fiscales es ardua y sobre todo comprometida: consiste en llegar a lugares inaccesibles, recuperar los restos, llevarlos al laboratorio para analizar el ADN y, tras verificar el resultado, se hace la entrega a la familia.

Pero no solo el ADN sirve para identificar a desaparecidos, también ropas, zapatos, billeteras, rosarios, escapularios y relojes han sido clave.

Los fiscales saben, además, que muchos desaparecidos fueron sacados de los lugares de enterramiento por sus propios verdugos para arrojarlos después a los ríos y así no dejar rastro.

La evidencia de ello la expuso el máximo comandante de las temibles AUC, Salvatore Mancuso, extraditado a Estados Unidos y quien en una reciente comparecencia pública reconoció que sacaron de su fosa el cadáver del líder indígena Kimi Pernía y lo lanzaron al río Sinú para esconder el crimen.

Ahora sus herederos, las llamadas "Águilas Negras", paramilitares reorganizados tras el pacto de las AUC con el Gobierno de Álvaro Uribe, están concluyendo la tarea: arrojan a ríos y lagunas plagadas de caimanes los restos de esos cadáveres para hacerlos desaparecer por segunda vez.