Bush abandona la Casa Blanca dejando un mundo más inestable. La declaración de guerra al terrorismo internacional ha convertido al guardián del «nuevo orden mundial» en una potencia al límite de sus capacidades y atrapada en los dos frentes de guerra -Irak y Afganistán- que ha abierto. Pero aún hay algo peor: la imagen de invencible superioridad tecnológica fabricada en la guerra del golfo Pérsico, en 1991, ha dado paso a otra en la que, tras arrasar en la fase de las grandes operaciones, las tropas del Pentágono se ven incapaces de pacificar los países. Con el conflicto de Irak situado desde hace apenas un año en línea de aparente contención, es el conflicto afgano, que EE UU dio por casi liquidado a principios de 2002, el que resurge con fuerza y saca a la luz dos cuestiones.

La primera, que EE UU tiene que recomponer a fondo las relaciones con sus aliados europeos si de verdad quiere vencer sus reticencias a implicarse en Afganistán. Esta iniciativa debería venir acompañada de una refundación -no ya de una reforma- de Naciones Unidas, aprovechando la anunciada refundación de las instituciones financieras internacionales.

La segunda, que EE UU ha recuperado, de momento en pequeña escala, la estrategia que llevó a Nixon a invadir Camboya para aniquilar la retaguardia norvietnamita. Así lo prueban los ataques a rebeldes afganos en Pakistán -sin consentimiento del Gobierno local- y la operación contra la retaguardia de los rebeldes iraquíes en Siria.

No parece improbable, pues, la extensión gradual de la guerra de Afganistán a Pakistán, una potencia nuclear respecto a la que, en estos momentos, sería aún muy arriesgado fijar qué precio pagará por colaborar con EE UU contra el parecer de una población, como otras tantas islámicas, muy radicalizada.

Este desplazamiento del centro de atención hasta los confines de la India -potencia nuclear con la que EE UU sí que ha afianzado sus relaciones- deja en un segundo plano el viejo polvorín de Oriente Medio. Aquí la situación también es peor que hace ocho años. La alineación de Bush con el derechista Likud ha anulado la posibilidad mediadora de EE UU. Clinton tuvo cerca un nuevo acuerdo de paz, pero Bush ha sumido a los palestinos en la guerra civil tras aislar, primero, al fallecido Arafat y, después, a los islamistas de Hamas, ganadores de unos comicios patrocinados por EE UU.

Cabeza del eje del mal

En ese contexto cobra toda su importancia la carrera de Irán en pos del arma nuclear. Washington mantiene contactos regulares con Teherán, de quien depende mucho la estabilización de Irak. Sin embargo, la agenda oficial señala a Irán como cabeza del eje del mal, resaltando su apoyo a Hamas y Hezbolá, así como sus amenazas de destruir un Israel disminuido por su impotencia para doblegar a los rebeldes de Hezbolá durante la última guerra con Líbano. El futuro de la cuestión iraní es incierto, máxime cuando no se descarta que el país sea agredido antes de que Bush deje la Casa Blanca.

Así las cosas, y con América Latina envuelta en los vendavales de Chávez y Morales, EE UU tiene que hacer frente al renacer del complejo de superpotencia de Rusia, molesta por la aproximación de la OTAN a sus fronteras. Una Rusia que ha evolucionado hacia el autoritarismo y que vive de su propia burbuja petrolera y gasista. Todo lo contrario que la imparable China -la máxima preocupación a medio plazo de los estrategas estadounidenses-, cuya única limitación para el futuro parece ser el corsé que la dictadura representa para la innovación. Pero, China, aunque se rearma, predica la contención.