Las elecciones legislativas alemanas acaban de confirmar que, como dijo Óscar Wilde, la lógica en política es patrimonio casi exclusivo de los anglosajones. Únicamente la intervención de lo sobrenatural puede explicar, si no, que los socialdemócratas hayan sobrevivido a las elecciones con posibilidades de continuar en el poder, después de siete años desastrosos, en los que han conseguido que Alemania pasase de ser la locomotora que tiraba de la economía europea a uno de los países con menor crecimiento de la OCDE en el último quinquenio y que haya que buscar, literalmente, a los más viejos del lugar para encontrar a alguien que recuerde un país con los cinco millones de desempleados con que cuenta a fecha de hoy.

Quizás la explicación radique en que, al igual que se habla de las dos Españas, también en Alemania nos encontremos con esa división social muy enraizada, de manera que exista un núcleo duro de socialdemócratas irredentos que se aferra al mastodóntico y omnipresente aparato estatal para disfrutar, hasta desangrar al país si es necesario, de sus generosísimos y exagerados programas de asistencia social. Frente a la Europa liberal, representada en el exuberante modelo inglés, en la que el Estado interviene para preservar el interés general únicamente cuando resulta necesario, esta mitad de Alemania sigue apostando por aplazar sus reformas y seguir anclada en una ideología intervencionista que sólo tuvo justificación en las miserias que acompañaron el fin de la II Guerra Mundial. Y si para seguir gobernando tienen que renunciar a entrar en el mundo globalizado del siglo XXI, o buscar alianzas tan peligrosas como la de los ecologistas, a menudo más preocupados por la salvaguarda de tal o cual cactus, cuadrúpedo o ballena que por la salud de la economía de su país, lo harán sin ningún miramiento.

Malas noticias, por tanto, para Europa, si se confirma que no habrá cambio de gobierno. Y no sólo porque la economía alemana podría continuar estancada, sino porque, además, una Alemania conservadora más que probablemente abandonaría el sorprendente matrimonio sin condiciones con Francia del canciller Schröder y sería capaz de tender puentes con Estados Unidos, en un momento en el que el entendimiento entre Europa y

EE UU es fundamental para acabar con la lacra del terrorismo islamista, del mismo modo que dejaría solos a los franceses en su flagrante transgresión del pacto de estabilidad económica comunitaria, volviendo a los cauces de la disciplina presupuestaria a los que se comprometieron todos los países de la Unión Europea y que hoy sólo incumple el eje franco-alemán.

Declaraba un aristocrático viticultor bávaro a un periódico de su región, casi con lágrimas en los ojos, que no podía entender cómo, en su país, de repente había más parados haciendo cola en el INEM alemán que Mercedes o BMWs circulando sin límite de velocidad, ni radares, por sus generosas autopistas. Otto von Bismarck, padre de la nación alemana, seguramente tampoco lo entendería y, si levantara la cabeza, sufriría un síncope. Nada grave, de todos modos, si lo comparamos con lo que podría ser de nuestro añorado Felipe II si éste tuviera a bien despertarse y echara un vistazo a lo que va quedando de España.