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«La primera lección»

Historias de un músico

Palco de música de Baiona

Palco de música de Baiona / Marta G. Brea

Tomás Camacho

El maestro nos guió por un pasillo largo y alto, cuyas paredes estaban adornadas con cuadros antiguos muy oscurecidos por el paso del tiempo. A un lado del corredor observamos dos puertas entreabiertas. Al final entramos en una sala repleta de objetos e instrumentos musicales: un clarinete, flautas, una trompeta y, al fondo, un piano desgastado por los años. Frente a él un banco de madera donde nos indicó que nos sentáramos. Justo detrás del piano, una puerta cerrada despertaba nuestra curiosidad.

—Decían que en aquel caserón existían puertas misteriosas.

El maestro se acomodó frente a nosotros y, con voz baja y ronca, anunció: «Voy a contaros una historia que ocurrió hace años en este pueblo».

Señaló hacia un rincón cercano y añadió:

—Pero antes, abrid esa cajita de madera y tomad lo que hay dentro. ¡Uno cada uno!

Obedecimos, entre asustados y expectantes. ¡Sorpresa! Eran caramelos.

Mientras desenvolvíamos el papel crujiente, él continuó –su tono de voz de pronto cambió, ahora era más suave– y dijo:

—Pero antes de nada os contaré esa historia, que más bien es un cuento musical. Es la historia de unos niños, como vosotros, que soñaban con tocar un instrumento. No sabían cuál, ni cómo sonaba cada uno… pero intuían que la música guardaba secretos. Y un día, por pura casualidad, lo descubrieron.

Todo ocurrió durante las fiestas del pueblo en honor a la Virgen. Aquella vez sucedió algo nunca visto. ¡Una orquesta sinfónica vendría a tocar al pueblo!

«Era verano, y el día señalado. Desde temprano el pueblo entero estaba alborotado. En la plaza mayor levantaron un gran palco de madera, lo adornaron con flores frescas y colgaron banderolas y cintas de todos los colores en los balcones. Las calles parecían un escenario preparado para un cuento. El palco, rodeado de flores, brillaba bajo el sol.

A media mañana, Nicanor, el alguacil y pregonero, apareció con un traje elegante prestado para la ocasión. Con gesto solemne y apresurado se llevó a los labios su trompetilla dorada, y la plaza se llenó de un sonido chirriante: ¡Tuuuu… tiuuuu… tuuuuuiiii…!

El eco retumbó en la plaza y todos los vecinos se asomaron a puertas y ventanas. Entonces Nicanor, estirando las síla bas como solo él sabía hacerlo, anunció:

—¡Por ooorden del seeeñooooor alcaldeeee… se hace sabeeeeer… que eeesta nocheee a laaas dieeeez… se celebrarááá en la plazaaa mayoooor… un graaann conciertoooo… y, queee todooo el pueblooo… debeee asiiistiiiirr…!

Y de nuevo sonó la trompetilla:¡Tuuuu…, tiuuuu…, tuuuuuiiii..! Repitiendo otra vez lo mismo:

—¡Por ooorden del seeeñooooor alcaldeeee!

Y cuando Nicanor terminó, volvió a soplar la trompetilla: ¡Tuuuu…, tiuuuu…, tuuuuuiiii...! y se marchó.

Los niños escuchaban con los ojos muy abiertos. ¿Un concierto? ¿Con músicos de verdad? ¿Y muchos instrumentos? ¿Como será eso?

Desde varias horas antes del concierto, los vecinos empezaron a colocar sillas y bancos de madera en la plaza. Nadie quería perderse aquel ¡gran concierto!

Al llegar la hora, el alcalde –nervioso y vestido con su mejor traje– subió al palco. Se aturulló y saludó efusivamente dando la mano al operario que colocaba las partituras en los atriles; el director de orquesta, que ya le había ofrecido la suya, se quedó con la mano extendida. Luego, como buen alcalde, aprovechó para recordar la excelente cosecha de naranjas que se esperaba ese año, gracias al buen hacer del gobierno, y para felicitarse por haber conseguido traer al pueblo aquel ¡gran concierto!. Y terminó diciendo: «Pero bueno, no perdamos más el tiempo… ¡y al tajo!», bajando los cuatro escalones del palco medio a trompicones.

Luego se escuchó un guirigai de sonidos: los músicos afinaban sus instrumentos todos a la vez, hasta que el director levanto una varita mágica que llevaba y... Todos enmudecieron. Ni un murmullo, ni una tos, ni un crujido de banco. Todo quedó quieto, en silencio.

De nuevo el director empezó a mover aquella varita mágica… y de pronto los sonidos empezaron a surgir. No se sabía de dónde venían: a veces del escenario, otras de atrás, de arriba… incluso de los lados. Era como si tuvieran vida propia. Al principio todos caminaban juntos, en perfecta compañía. Pero de pronto, dos sonidos traviesos –creo que eran el oboe y el fagot– se escaparon del grupo. Saltaban, se burlaban de los demás, corrían por su cuenta… hasta que, cansados de jugar, bajaron por un camino, y finalmente regresaron con el grupo. Entonces apareció un sonido delgadito y triste que olía a azahar. Salía de un flautín. Pero no tardó en encontrarse con otro, de olor a limón: un violonchelo. Ambos recitaron algo en verso. Luego comenzaron una conversación suave, melancólica… Eran amigos, se notaba en la forma de hablarse. Y al final, se quedaron callados, en silencio.

De repente, una multitud de sonidos desfiló como en procesión, al ritmo lento y solemne de las velas ¡Pom-Pom-Pom-Pom! Pero poco a poco esa marcha se transformó… hasta convertirse en una marcha militar, con todos los sonidos marcando el paso: viento metal, madera, cuerdas y percusión, ¡un-dos! ¡un-dos! Y otros por detrás ¡tanmm- tam- tan! ¡tanmm- tam- tan! ¡tanmm-tam- tan!

Llegó un momento en que todo el pueblo estaba marcando el paso y envuelto por la música.

Si alargabas la mano, podías coger varias notas, un acorde o un simple sonido y guardártelo en el bolsillo o acariciarlo suavemente.

Algunos eran como de algodón, suaves, blanditos. Otros eran rugosos. Había notas que pinchaban, otras que picaban y hasta algunas que, sin pedir permiso, te recorrían el cuerpo entero, provocando alegría, risas o tristeza.

Aquel concierto fue tan extraordinario que, según cuentan, Nicanor el alguacil se comió toda una melodía. Y por cómo movía los labios al saborearla, debía ser… ¡de mandarina!»

*Tomás Camacho es profesor y exdirector de los Conservatorios Superior de Música de Vigo y Profesional de Ourense

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