Animales, humanos e inteligencia artificial
En su último libro, El ser que cuenta, Víctor Gómez Pin reafirma su posición defensora de la singularidad humana

Víctor Gómez Pin.
Jorge Álvarez Yagüez
El impacto de la llamada Inteligencia Artificial y los cambios en nuestra percepción de los animales no humanos han llevado a retomar una de las más emblemáticas preguntas filosóficas relativa a lo distintivo de la naturaleza humana. Hoy inquerimos por su diferencia respecto de cualquier animal o programa de IA, si constituye o no una singularidad tal que no suponga una mera diferencia de grado, sino absolutamente cualitativa.
Distintas corrientes y posiciones filosóficas actuales así como movimientos sociales (transhumanismo, posthumanismo, nuevo humanismo, animalismo, programa Gran Simio, etc.) se han definido de una manera u otra ante esa cuestión. Las barreras distintivas levantadas por el homo sapiens respecto de lo demás parecen asaltadas por un lado y otro.
A ello viene respondiendo desde hace tiempo uno de nuestros filósofos de relieve, Víctor Gómez Pin (VGP). Y vuelve sobre ello en su último libro, El ser que cuenta. La disputa de la singularidad humana, para el que incluso retoma textos de libros anteriores, para reafirmar su posición defensora de la singularidad humana, considerando nihilistas y antihumanistas los intentos de difuminar esa condición.
VGP estima de trascendental importancia el definirse en el debate actual, que considera como un nuevo Debate de Valladolid; esto es, como aquel que a mitad del siglo XVI enfrentara a Las Casas y el aristotélico Ginés de Sepúlveda, defendiendo el primero que la racionalidad correspondía igualmente a todos los indígenas del Nuevo Mundo mientras que el segundo lo ponía seriamente en duda. Como allí, en el debate actual es mucho lo que se juega, y por ello todos estaríamos concernidos y «se debe tomar posición».
En contra del animalismo, VGP ya había polemizado al respecto, rechazando posiciones como la de Jesús Mosterín, Peter Singer o Franz de Waal. Nuestro aristotélico se atiene a la definición del de Estagira acerca de que el hombre se define por ser un «animal que tiene lógos», esto, es razón y palabra, es decir somos homo sapiens-loquens. Justamente esto es lo que nos haría singulares, pues los animales, de las abejas a los bonobos y chimpancés, como sostuviera Benveniste, carecerían de verdadero lenguaje, poseyendo tan solo un código de señales, una herramienta de comunicación.
Pero el lenguaje sería mucho más que esto, pues permite la autoreferencia. Cuando contamos algo, podemos referirnos a lo ya dicho, de manera que el lenguaje, yendo más allá de su función biológica estricta, llega autonomizarse y convertirse en fin en sí mismo, sin necesidad de referente externo inmediato, como en la poesía o la narración, como en la generación de metáforas. Esa misma posibilidad que tiene el signo de librarse de constricciones inmediatas o biológicas estaría en relación con la génesis de la matemática y en general con el arte.
Esa condición lingüística nos separaría definitivamente del resto del mundo animal; cuando el lenguaje emergió, cuando «el verbo se hizo carne», se produjo una ruptura en la evolución. Toda nuestra relación con el mundo, con los otros y con nosotros mismos está lingüísticamente mediada. Nuestras categorías lógicas tienen su origen en las lingüísticas. Esa sería, por lo demás, la razón por la que, siempre según VGP, no podría haber una ciencia del lenguaje, como tampoco del hombre. El sujeto que objetiva escapa siempre al intento de objetivarse.
Un segundo rasgo absolutamente diferenciador sería la capacidad moral, que no estaría basada tanto en condiciones como la susceptibilidad de sufrimiento (Bentham) como en nuestra misma condición racional (Kant), cuyo respeto nos exige guiarnos por un imperativo moral universal en el que no cabe tratar a ningún ser humano como mero instrumento o cosa, sino como un fin en sí mismo, como se manifiesta en el universal respeto a la palabra dada a otro ser racional.
Nada semejante a esto se encontraría en el mundo animal. Por ello, VGP considera sin fundamento los intentos animalistas de establecer un derecho o un deber moral con respecto a seres que no disfrutan de tal condición racional.
Aun habría una tercera diferencia insuperable, nuestra capacidad creativa o artística y nuestro juicio estético. Nada animal, ni el canto de los pájaros ni la obra de ese chimpancé, que llegó a cotizarse en el mercado, podría aspirar reunir esas cualidades. Una creatividad estética humana que se pliega sobre sí misma en una autonomía total y que une a todos los seres de nuestra especie en el juicio que despierta en nosotros.
IA: manejan la sintaxis; fallan en la semántica
Por tanto, ni desde el punto de vista cognitivo o racional-linguístico, ni desde el moral, ni desde el estético el animal se asimilaría al ser humano. Esas tres capacidades serían igualmente las que le distinguirían de cualquier modelo de IA. Nuestro autor recurre al inevitable John Searle y su célebre argumento de la habitación china, por el cual se mostraría que los programas de IA pueden manejar bien la sintaxis pero fallan en cuanto a la semántica, esto es, no saben lo que dicen.
La IA, ratifica VGP, negando toda capacidad cognitiva real, carece de inteligibilidad pues no puede explicar lo que hace. El sorprendente logro de AlfaFold2, de todas las estructuras posibles de plegamientos de los polipéptidos de las proteínas, no viene acompañado de explicación alguna. AlfaFold2 desconoce por qué realmente se dan esos plegamientos. Descubre sin poder dar razón de lo descubierto.
La IA carecería también de esa modalidad especial de inteligencia que supone la moralidad. La IA es incapaz siquiera de dudar en el ajuste a la norma o imperativo, obedece simplemente reglas, no experimenta la tensión del sentido del deber. Y aun nos quedaría por analizar la cuestión de la libertad, postulado de toda moral. VGP niega también la capacidad de juicios estéticos por cuanto que en ella intervienen, aunque jerarquizadas de otro modo, las facultades implicadas en las modalidades anteriores ya negadas.
Ni máquinas IA ni animales superan, pues, lo que se denominaría «el test de Kant», esto es, tienen capacidad de emitir juicios cognitivos, morales y estéticos, abordados por Kant en sus tres grandes Críticas. Nada habría, pues, como el ser humano. Aunque habría que añadir: hasta donde sabe la poco desarrollada etología, por lo que respecta al animal, y hasta donde hemos llegado, en lo atinente a la IA.
La argumentación de VGP, sin duda polémica en algún punto, es de enorme consistencia. Pero con ser importante esta cuestión de la singularidad, ella no deja decidido ni mucho menos algo absolutamente decisivo: la relación que el hombre ha de mantener con lo no-humano.
¿Por qué aquellos animales que no pertenezcan al grupo de los seres racionales no han de ser objeto de algún tipo de deber u obligación hacia ellos? ¿Acaso no tenemos buenas razones, independientes de tal pertenencia, como para desarrollar una atención y cuidado esmerado por ellos, que no los reduzca a meras cosas aunque no puedan ser considerados por definición fines en sí mismos? ¿No es una buena razón el sufrimiento?
De la aseveración de la singularidad no se deriva necesariamente una posición de supremacía que dé derecho a toda instrumentalización. Hay un espacio entre el dominio supremacista y el de la igualación indistinta de especies. El animal singular que es el homo sapiens-loquens debiera justamente asumir la responsabilidad que tiene en lo que ha sido su intento de dominación antropocéntrica del planeta, especialmente cuando tal dominio ha significado la superación de siete de los nueve límites planetarios que garantizan las condiciones de estabilidad del Sistema Tierra, entre ellos la emergencia climática, la pérdida de biodiversidad con una acelerada extinción de especies de dimensiones catastróficas.
Queda fuera de duda que somos el único animal que se puede hacer cargo del planeta, esta es la singularidad que ahora importa. Y la pregunta es si vamos a seguir comportándonos con arreglo al antropocentrismo tradicional, con la idea de que Dios o la Ciencia o quien fuere nos ha dado la Natura para nuestro dominio, o vamos a emplear nuestra singularidad de otro modo. Esto es, aunque sea paradójico, que el ser humano se autodesplace para ocupar un punto descentrado que nos recuerde que no todo está ni debe estar a su servicio, un ser que autolimita su poder, tomando como referencia más el modelo de la decreación de Simone Weil que el del Dios creador omnipotente.
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