Fe y (disculpa) mi último error
Reconozco que en mis artículos me dejo llevar frecuentemente por cierta perversión profesional, proclive a la logomaquia de los neologismos

Imagen de ‘Fahrenheit 451’ (1961), filme de François Truffaut sobre el libro de Ray Bradbury.
En la octava del Día del Libro que celebramos en honor a Miguel de Cervantes todos los 23 de abril, publiqué en varios periódicos de Prensa Ibérica y en el suplemento literario ‘abril’ una entrega de mi Fe de errores sobre la bibliocastia woke, y hoy debo reconocer el que entonces cometí a propósito del neologismo incluido en el título.
Lo que sin duda fue un acierto en aquel artículo no se puede apuntar en mi haber, sino en el del escritor y humorista Juan Carlos Ortega, quien, a un siglo de que la radio viniese a potenciar extraordinariamente el poder comunicativo y creativo de la palabra, siempre ha hecho gala en sus programas radiofónicos de gran talento.
Así, por caso, en su programa actual de la cadena Ser, Las noches de Ortega, dedicado el 18 de abril a una interrupta lectura de El Quijote iniciada por su alter ego Marco Antonio Aguirre, al que él mismo da voz como al resto de sus invitados.
En la última de sus emisiones que he escuchado, de total actualidad pues se titula La fontanera, son tres voluntarios al servicio de las cloacas del Estado los que dan cuenta de su especialización en extorsionar, chantajear y amenazar, respectivamente.
Reconozco que en mis Fes de errores me dejo llevar frecuentemente por cierta perversión profesional, proclive a la logomaquia de los neologismos, no todos, por cierto, inventados por mí. Recuerdo, por ejemplo, dos: infocracia e infodemia. Ahora me atreví también a proponer, recordando la distopía de Ray Bradbury, el de bibliopiromanía, y asumí el que ya hace años viene circulando, bibliocastia, potenciado por la publicación en 2020 de una historia de la destrucción deliberada del conocimiento que el facultativo de la Bodleiana en Oxford Richard Ovenden tituló simplemente Burning books. Se trata, por lo tanto, de la modalidad ígnea de lo que Rebecca Knuth consagró como libricidio en su estudio de 2003 sobre The regime-sponsored destruction of books and libraries in the twentieth century.
Desafortunadamente, esta práctica de destruir libros o escritos con propósito censorial no constituye solo una calamidad contemporánea, sino que ha ensombrecido la historia de la humanidad desde los faraones hasta los jóvenes nazis que, bajo la aprobatoria mirada de aquel filólogo perverso que fue Joseph Goebbels, encendieron una gran pira bibliográfica en la Opernplatz berlinesa, más tarde secundados en nuestro país por los fascistas que en agosto de 1936 quemaron libros de bibliotecas privadas y de centros culturales republicanos en la dársena coruñesa, bibliocausto del que trata la novela de Manuel Rivas Los libros arden mal, o por los estudiantes de la universidad madrileña el 30 de abril de 1939.
Maldición que nos persigue
Pero esa maldición nos persigue, pues incluso la ha hecho suya la oleada woke, tal y como Juan Carlos Ortega pone en evidencia en su programa sobre la frustrada lectura de El Quijote que concluye con la performance de su quema porque un libro que tiene que ser continuamente contextualizado para que no «haga sufrir» a sus lectores no merece otra suerte.
En Canadá, país muy destacado en la aplicación de la corrección política a la gobernanza, la Comisión de Pueblos indígenas del Partido Liberal llegó a programar una serie de ceremonias bibliocáusticas a cuenta de más de 5.000 libros infantojuveniles, entre ellos Tintín en América, los álbumes de Lucky Luke o Astérix y los indios.
He de admitir que mi elección de esta terminología incluye un riesgo y un error. El riesgo (y engorro) consiste en la casi homonimia perfecta entre bibliocastia y biblioclastia, pues esta última palabra opera también entre los hablantes, incluso con mayor alcance, pues se refiere a la mera destrucción de libros o escritos con intención censora por diferentes procedimientos entre los cuales la quema no es el único.
En este sentido, se trata de un término homólogo de iconoclastia o iconoclasia, la práctica inspirada por el rechazo al culto de las imágenes sagradas y su destrucción presente en la historia del cristianismo, pero también en el islamismo de los talibanes que destruyeron a bombazos los gigantescos Budas de Bamiyán en 2001. Etimológicamente, el significado de ambos lemas proviene del griego klastós (roto).
La biblioclastia, con L, inspira un movimiento muy activo en la Argentina, gracias a la iniciativa del Colectivo Basta Bibliocastia, cuya proclama fue lanzada por archivistas, bibliotecarios, docentes, escritores, informáticos, investigadores científicos, profesionales de centros de datos y de información. Su llamado ha obtenido amplio eco y dado lugar a encuentros internacionales como el que tuvo lugar en Córdoba en 2022 bajo el rubro de La biblioclastia en el siglo XXI. En aquella misma ciudad, poco después del golpe de Estado de marzo de 1976, el jefe del Tercer Cuerpo de Ejército organizó una feroz biblioclastia a costa de escritores considerados «enemigos del alma argentina» entre los cuales se contaban Proust y Saint-Exupéry, pero también Cortázar, Galeano, García Márquez, Neruda y Vargas Llosa.
Finalmente, al riesgo mencionado de mantener biliocastia como una especificación de la biblioclastia, en lo que coincido con el filósofo y escritor Juan Ezequiel Morales, entre otros, llega la hora de añadir mi (último) error. Ilustrado por mis eminentes compañeros filólogos de Felipe IV, 4, hube de reconocer que la resolución correcta del neologismo en liza es bibliocaustia, en la estela del holocausto latino que el Diccionario de autoridades definía ya en 1734 como «sacrificio especial, en que se consumía enteramente toda la víctima, por medio del fuego» y que, dos siglos más tarde, daría lugar a la tragedia que Hitler y los suyos calificaron de «solución final a la cuestión judía». La raíz griega kaustos, quemado, frente al klastós, roto, es la que me exigirá de ahora en adelante utilizar el término correcto que designa la quema censorial de libros: BIBLIOCAUSTIA.
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