Retorno de María Zambrano
Hace 40 años, un noviembre de 1984, María Zambrano, a sus 80 años, regresaba del exilio. Posiblemente el hecho de la atención renovada a su obra, el que empezara a aflorar cierto reconocimiento como evidenciaban escritos (Aranguren, Valente, Abellán), premios, un doctorado honoris causa por la Universidad de Málaga o un instituto de Bachillerato con su nombre; factores como el ascenso socialista, la insistencia de amigos como Bergamín, Dieste, J.M. Ullán, Moreno Sanz... terminaron por decidirla. Un avión la traía de Ginebra a Madrid. Aquí, esperándole, no había comitiva oficial alguna, no la había querido, solo Jaime, el hijo de Salinas, un hombre tan decisivo en el panorama editorial y cultural de la España de esos años, a la sazón director general del Libro, y algunos familiares y amigos, nadie más. Tornaba la que era, sin duda, la filósofa española más importante del siglo XX.
Con su vuelta se concluía un largo periplo que se había iniciado en enero de 1939 cuando, como tantos españoles republicanos, se vio obligada a abandonar el país. Con su madre y su hermana Araceli y otros, caída Barcelona, cruza la frontera por La Junquera, acompañaría un tramo al gran amigo de su padre, Antonio Machado, que andando iba malamente con su hermano José, el pintor, y su madre de 88 años; Antonio y la madre encontrarían la muerte unas semanas después en el pueblecito de Colliure. Zambrano emprendería camino hacia París.
Tornaba la que era, sin duda, la filósofa española más importante del siglo XX
En ese momento ya acopiaba varios libros (Horizontes del liberalismo, Los intelectuales en el drama de España, y, pendiente de publicación, Filosofía y poesía). Atrás quedaban también años de contestación y actividad intelectual, en la FUE (Federación Universitaria Escolar), en la Liga de Educación Social, de lucha contra la dictadura de Primo, y luego al lado de la República, con su participación en los mítines del Frente Popular, preparación del Manifiesto fundacional de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura (1936), acción intensa en las “misiones pedagógicas”; su labor incansable con Lorca, Alberti, Cernuda, con Rafael Dieste, con el que mantendría una honda y duradera amistad, a quien conoce en la tertulia de Valle-Inclán, y tantos otros. Atrás quedaban aquellas tardes en su casa de largas conversaciones e intercambios con buena parte de la intelectualidad sobresaliente del momento, con Rosa Chacel, Maruja Mallo, Teresa León, Bergamín, Miguel Hernández, y que alegraba siempre la llegada de Federico. Sus trabajos en la revista ahora mítica Hora de España, sus clases en la misma facultad en la que había recibido las enseñanzas de Ortega, Morente y Zubiri.
París
A días luminosos sucedía el triste camino de la derrota; ella que una vez estallada la guerra había regresado valientemente con su marido de Chile, donde era secretario de embajada, para unirse al bando republicano. Ahora debía decidir su futuro. París bullía y no era lugar seguro. En ese momento, en la ciudad se encontraban refugiados de múltiples lugares del mundo, los judíos alemanes, los rusos huidos del estalinismo. En París se hallaban otras dos filósofas excepcionales, ambas judías: Hannah Arendt que había escapado al nazismo (y había escrito ya la biografía de Rahel Varnhagen aun no publicada, y El concepto de amor en San Agustín) estaba volcada en la actividad de ayudar a los alemanes que llegaban. Pronto la recluirían en un campo de refugiados, del que huiría hacia Marsella, y luego desde Lisboa podría arribar a EE UU (1941);y Simone Weil tenía ya una obra detrás fragmentada en numerosísimos artículos, y su gran trabajo sobre las Causas de la libertad y la opresión social y La condición obrera, que se publicarían póstumamente. Había regresado dos años antes de la guerra española debido a un accidente, después de unirse a las brigadas internacionales, a la columna Durruti en el frente aragonés. Después de que una ley antisemita le prohibiera enseñar, iniciaría el camino de huida hacia el sur y de allí también a Nueva York (1942), para inmediatamente tornar a Londres para unirse a la resistencia.
Zambrano no supo nunca nada de Arendt, no tenemos constancia de que leyera nada, aun cuando no era poco lo que le podía unir a ella a pesar de la gran diferencia de talantes filosóficos. Sí tuvo conocimiento de Weil. Si hemos de hacer caso a la carta que dirige al teólogo Agustín Andreu, habría tenido un encuentro con Weil en medio de la guerra, en un paso de la filósofa francesa por Madrid. Un encuentro en que curiosamente ambas serían presentadas por referencia a sus afamados maestros: la discípula de Ortega era presentada a la discípula de Alain. La verdad es que ese encuentro es muy borroso pues hay datos que no casan, pero sea como fuere, la congenialidad de ambas fue reconocida por la misma Zambrano en las lecturas que posteriormente pudo hacer de ella.
Zambrano deja París al cabo de un mes, primero camino de México, luego su vida transcurriría de aquí para allá, Cuba –acendrada amistad con Lezama Lima–, Puerto Rico, Roma, Francia –haría amistad con René Char y Albert Camus–, Suiza... Nunca lograría una actividad estable, sus cursos (en las universidades de Morelia, de la Habana, de Rio Piedras), conferencias, artículos y libros no le aportarían fondos suficientes para vivir las dos hermanas, pues Araceli, después de librarse de los nazis -su marido había sido Director General de Seguridad con Azaña-, pudo reunirse con ella. La obra de mecenazgo de los amigos, especialmente de Timothy Osborne, les ayudaría a sostenerse.
Entregada a su obra
Zambrano se entregó a su obra, y no serían pocos los buenos libros que irían escandiendo sus largos años de exilio. Su obra es la obra de una exiliada, pues esa condición constituía no solo una forma de vida sino toda una perspectiva cognitiva y ontológica. Nos iría entregando Hacia un saber sobre el alma, El hombre y lo divino, Persona y democracia, Claros del bosque... Un largo camino de pensamiento en el que iría explorando con agudeza todo un sombrío y extenso espacio que la razón habría dejado fuera. El exceso de luz de esta habría quemado, dejado fuera de la vista toda una realidad que una otra razón más amplia, más amiga del sentir y de lo que late en la penumbra, que denominaría razón poética podría abarcar, y que encontraría en los poetas y en los místicos, especialmente en el poeta de Fontíveros, una senda convergente. A Dieste se lo había expresado tiempo atrás (1944): «Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos principios” ni “una Reforma de la Razón” como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética… es lo que vengo buscando. Y ella no es como la otra; tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes». Con todo eso llegaba aquella tarde a Madrid, y en los siete años que aun viviría nos dejaría nuevos libros: De la aurora (1986), Notas de un método (1988), Los bienaventurados (1990), en que se prolongaba su proyecto y culminaba una vida entregada a la acción comprometida en su momento más difícil y siempre al pensamiento.
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