En el MET, el Museo Metropolitano de Nova York, se acaba de inaugurar una exposición en torno al pintor presentado como “afrohispano” Juan de Pareja. Se hace dentro del proyecto de dar a conocer todo ese arte creado por individuos de otras etnias o que por alguna razón han permanecido en la sombra o en la invisibilidad, en el convencimiento de que nuestra herencia cultural es mucho más plural que la que nos ha entregado el canon dominante.
Juan de Pareja fue un pintor excelente que sirvió como esclavo durante veinte años a Velázquez en su taller. Desconocemos cuál era exactamente su origen; nacido en Antequera, en una familia de esclavos, posiblemente de madre de origen bereber y de padre peninsular, quizás un morisco, no es seguro.
La iniciativa del MET es merecedora de aplauso; resulta lamentable que no se anticipara el Prado en hacer algo semejante, como lo han hecho otros importantes museos europeos con sus tradiciones. Hay que preguntarse por qué las instituciones y todo nuestro entramado cultural sigue de espaldas, con muy pocas excepciones, a lo que ha sido buena parte de nuestro pasado, por qué no es de conocimiento general un hombre como Pareja, su realidad y la que en él se manifestaba de toda la España de la época, del gran Siglo de Oro, por qué nos empeñamos en ignorar la España de la esclavitud, nuestros aportes afrohispánicos, como los de árabes y judíos. Por qué tendemos a dar por natural nuestra homogeneidad cultural oficialmente legada cuando ha sido producto de decisiones de exclusión, la de la terrible expulsión de los judíos el mismo año del celebrado Descubrimiento, la de los moriscos poco más de un siglo después y, luego, el continuo ensombrecimiento de lo que no fuera procedente de los que cumplían el perfil canónico de cristianos viejos, varones preferentemente, blancos, etc. Aún ahora, al hilo del ascenso político ultra, parece quererse reeditar esa concepción de nuestra Historia cuando ya la mejor historiografía hace muchos años que felizmente ha desvelado todo esto, aunque falte mucho por hacer, y sus resultados, ciertamente, no hayan llegado como debieran a lo que es cultura pública.
En la época de Velázquez era frecuente que cualquier persona de oficio que se lo pudiera permitir tuviera en posesión algún esclavo; sabemos que también Murillo los poseía e, incluso, uno de ellos sería pintor conocido, Sebastián Gómez, “el mulato”. Ello a pesar de las reservas reglamentarias de los distintos gremios, que prohibían que se los aceptara como aprendices, que recibieran formación. Se tenía por un gran desprestigio social para el gremio el que un esclavo formara parte de él.
En algunos casos se explicitaba la prohibición extendiéndose a mulatos, moriscos y mujeres, distintos grados de lo que podría significar rebajamiento en la estima social. Los esclavos estaban en todas las casas de cierto pecunio; las mujeres además de trabajo brindaban la oportunidad de concubinato. Se compraban y vendían, se regalaban, se daban en herencia. Los poseían todos los sectores, civiles y eclesiásticos. Los conventos y obispados los recibían en donación. Generalmente eran negros o con algún grado de “negritud”, también había moriscos y de diversas otras procedencias. Sevilla era la segunda ciudad europea, después de Lisboa, en el tráfico de esclavos, principalmente procedentes de Portugal, que fueron los primeros en explorar la costa africana en su captura. La necesidad de mano de obra en el Nuevo Mundo acabaría por generar un doloroso y gigantesco tráfico del continente africano al otro lado del Atlántico.
Recordemos que Carlos III era un gran poseedor particular de esclavos, el mayor de Europa, unos 20.000 de los que la mitad trabajaban en las colonias; por cierto, uno de sus pintores de Cámara era un esclavo negro, José Carlos de Borbón (con diez cuadros en el Prado), que residía, como correspondía, en la famosa Casa de los Negros. Con momentos más álgidos o menos, el infame comercio se mantendría hasta el último tercio del siglo XIX. España sería uno de los últimos países en prohibir la esclavitud en sus colonias.
Nos sorprende hoy la familiaridad y naturalidad con la que esa realidad se aceptaba y la ausencia casi total de cuestionamiento de la misma en nuestro periodo culturalmente más brillante (XVI-XVII), el Siglo de Oro. Ningún ámbito de nuestra cultura se hizo problema de ello, de la pintura a la literatura y la filosofía. En su espacio representativo reina un culpable silencio. Ni siquiera un hombre de la sensibilidad de Cervantes, él que había sido cautivo en Argel, una condición que le podía haber aproximado a esa realidad de la esclavitud. Uno puede leer en el Quijote hablar a Sancho con desparpajo sin igual de cómo podría extraer pingües ganancias con el comercio esclavo en su ilusorio reino de negros, o en El celoso extremeño, con una frialdad que hiela se nos cuenta, sin pararse en ello, cómo un amo marca a sus esclavas: “Compró asimismo cuatro esclavas blancas y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales”, lo que se hacía con los de piel blanca, para hacer más difícil cualquier fuga. En la literatura el esclavo fue por lo general un elemento secundario, sin relieve, a veces motivo de comicidad; si acaso, cuando adquiría algún peralte solía ser como contraejemplo moral. Hubo, es cierto, casos en que llegó a representar un papel protagonista en obras de Enciso (Juan Latino) o Lope (como en el Rosambuco), pero no para poner en cuestión la condición, sino con el ánimo de destacar cómo, a pesar de ella, podían darse, excepcionalmente, gentes de especial mérito, de valentía heroica o milicia (Claramonte), de santidad (Lope), de talento en las letras (Enciso), las tres vías de redención simbólica. En la idea de que el alma no era de entrada condenable, aunque el cuerpo fuera sometido con toda ley, en la más firme tradición paulina y agustiniana. El gran Humanismo de la época no fue mucho más allá. Los dos grandes debates teóricos del XVI, el que en 1550 enfrentara al resistente Las Casas en su defensa de la dignidad de las gentes del Nuevo Mundo, y al aristotélico Sepúlveda, defensor de la posibilidad de su esclavización, y el debate que le antecedió, menos conocido, sobre la Pobreza, ninguno de ellos se hizo cuestión de la esclavitud de la Península. Las Casas ya en su último periodo, con una honestidad conmovedora, reconocería que su recomendación de traer a negros como esclavos, para así evitar que se esclavizase a los indígenas del Nuevo Mundo, fue un fatal error. Pero toda la, con razón, celebrada Escuela de Salamanca, ni nuestros mejores humanistas como Luis Vives, por ejemplo, cuestionaron esa condición, sí ciertamente, se preocuparon, como en particular Tomás de Mercado, por la situación, las circunstancias, el trato de los esclavos, lo que era algo sin duda de valor; también habría que reconocer su lugar a Bartolomé Frías de Albornoz. Pero todo esto fue lo excepcional lo que apenas sobresalía en la inmensa corriente de legitimación, más grave aún, de aproblematicidad.
Velázquez podría ser un ejemplo de ese humanismo sensible que se acerca a la realidad del esclavo aun cuando no llega a su condena. En tantas obras, mostró esa especial vibración como en esos retratos de locos, enanos y demás “gentes de placer” con que los Austrias divertían su Corte. Con razón María Zambrano y Simone Weil apreciaban tanto esos retratos. O con el magnífico de Criada con la cena en Emaús en sus dos versiones (la de Dublín y la de Chicago), ambas en la exposición del MET. La dignidad del ser humano es lo primero que sobresale en la genial pintura. Y eso mismo es lo que se nos ofrece en el maravilloso retrato que hizo de su dotado esclavo, Juan de Pareja. En la exposición se ha tenido el buen criterio de exponerlo junto al que Velázquez hizo de Inocencio X, que de hecho fueron pintados el mismo año en Roma. La comparación es ilustrativa para ver cómo retrata Velázquez al Otro excluido, al que pertenecía al escalón más bajo y al perteneciente al más alto, al hombre de poder, en este caso el Papa que por lo que puede colegirse de su carácter no parecía precisamente expresivo del significado de su nombre.
En la exposición se puede contemplar también el valioso e interesantísimo cuadro La vocación de san Mateo, que Pareja pintó una vez manumitido por su amo. Es muy significativo cómo en ese cuadro se autorretrata Pareja. Aparece en un extremo, de figura entera, mirando al espectador, con evocación clara al retrato que le hiciera su maestro, y también con referencia al autorretrato de Velázquez en Las Meninas. Pareja se nos muestra, curiosamente, con rasgos de tez más blanca, estilizado en sus facciones a diferencia del retrato velazqueño. Porta un papel en el que se contiene su firma. Es indudable su afirmación orgullosa de hombre libre, de pintor de valía y... blanco. Todo grado de negritud –y la taxonomía se había esmerado al respecto distinguiendo entre buen color, rosa, rubio, trigueño claro, trigueño oscuro, membrillo cocho claro, membrillo cocho oscuro, moreno claro, moreno oscuro, negro– constituía un signo proporcional de degradación en la percepción social. La negritud en sí era símbolo de mal, la misma redención sacramental significaba blanqueo del alma. Pareja parece querer escapar a las dos condiciones de la exclusión, la negritud y la esclavitud, de una brillante época cultural que de ello no quiso entender, y de cuya historia tampoco parece que lo queramos hoy.