Hasta 64% DTO Suscríbete Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El siglo de Vermeer

La sombra en el dominio de la luz

“La muchacha de la perla” de Vermeer. FDV

El Rijksmuseum de Ámsterdam abre el año con una histórica exposición de Vermeer que reúne por primera vez en el mundo la casi totalidad de la obra del genial pintor de Delft. Se tiene de nuevo la oportunidad de vivir algo absolutamente singular: la sensación única que se produce ante sus cuadros; esa extraña experiencia de la misteriosa transfiguración de lo aparentemente cotidiano en algo trascendente. Una estructura en su composición pictórica se repite: una ventana de emplomadas vidrieras de colores deja penetrar la luz desde el lateral izquierdo, al fondo un cuadro o bien un mapa, a veces un espejo, sobre una amplia pared desnuda. La escena pintada apresa un momento de una tranquila cotidianidad (un vino con un visitante, una lección de música, una muchacha tocando el laúd, o que escribe o lee una carta, o en el instante de recibir una nota), generalmente protagonizado por mujeres, casi siempre con un gesto pensativo, de interioridad, nostálgico o quizá rememorativo. Dentro de cierta austeridad se destacan rasgos de riqueza y lujo: el de las ropas, el de los cobertores de las mesas, los grandes cortinones o adornos de vajilla y joyas. Algún objeto (fruta) nos reenvía a la vida que corre, al paso del tiempo, ese que en el cuadro parece detenido en una atmósfera igualmente paralizada, donde hasta el aire parece por un momento reflejado en su estatismo. Los personajes nunca posan para la eternidad. Aquí no hay eternidad sino temporalidad detenida. El retratado gira la cara y su gesto queda como congelado. Dominio de la luz, del claro-oscuro, de las sombras, de los colores fríos, del tiempo y del espacio. Son muy pocos los que han llegado a esa sutileza y perfección. La temporalidad está también sugerida por la narración, por lo que nos cuenta pues le da perspectiva, representa una línea de fuga que nos lleva a otra parte, como cuando capta el instante en que la sirvienta entrega una nota a su señora, o el pensamiento de la que lee una carta, o esa música que está en el aire mientras la mujer nos mira ensimismada... No es, con todo, la historia en sí lo relevante, sino el tiempo, el instante apresado unido a esa perspectiva interior. El gesto cotidiano no es una anécdota que nos divierta o resulte curiosa, lo que importa es el aire que adquiere que inmediatamente nos transporta, nos distancia del hecho en sí, de la anécdota y nos lleva a la metafísica de la vida, del alma, del tiempo, de la unión de lo más pasajero con lo más definitivo. Este segundo lado, el metafísico, el tiempo sin tiempo, es el dominante, de donde nuestra sensación extraña cuando observamos sus cuadros atraídos por la luz de lo inmediato y de pronto somos envueltos por un espacio-tiempo a gran distancia del mundo en que estamos. Distancia, impersonalidad, espacio-tiempo otro... eso es Vermeer.

Fue sin duda un grande en esa época grande de la pintura holandesa (Rembrandt, Ruisdael, Hals, Lievens, Van Ostade, Ter Borch y tantos otros) calificada de Edad de Oro (Gouden Euwen), acompañada por el brillo de otros ámbitos: la filosofía (Spinoza), el derecho (Grocio), la ciencia (Huygens, Leeuwenhoek). Y si esa época destacó en tantos campos, hoy la observamos con otra lente, pues fue la época también en que buena parte de la prosperidad económica de las llamadas Provincias del Norte se erigió sobre el tráfico de esclavos, que Holanda llega a dominar después de la hegemonía de portugueses y españoles a través de sus dos grandes Compañías de las Indias, Occidentales y Orientales. Su mano de obra era empleada en las colonias americanas (Norte de Brasil, el Caribe) y asiáticas (Ceilán, Indonesia). De los puertos africanos, especialmente los del golfo de Guinea y de la costa de Ghana, procedían la mayor parte de los esclavos.

"Distancia, impersonalidad, espacio-tiempo otro... eso es Vermeer"

decoration

Durante la travesía, y antes por los largos caminos de tierra, o en el depósito de los puertos de partida y llegada podían morir muchísimos, alcanzando a veces al 40%; hubo casos de pérdida de casi la totalidad de los trasladados; los suicidios tampoco eran infrecuentes. El espacio era mínimo, a menudo encadenados. Al llegar a las plantaciones un número les era marcado a hierro candente en la piel. También se daba la situación denominada “suicidio pasivo” de esclavos que al llegar perdían toda gana de vivir, no comían y eran pasto de enfermedades que acaban con ellos; algunos enloquecían. Las enfermedades, por exposición a microorganismos nuevos para ellos, eran devastadoras. Disentería, escorbuto, viruela y tuberculosis eran las más frecuentes. Y el terror esperaba a los que se atrevían a huir (cimarrones).

Pero nada de ese sufrimiento, de toda esa crueldad fue recogido en la gran pintura de la “Época dorada”. ¿Cómo es posible?, ¿cómo esa extraordinaria sensibilidad para captar y genial capacidad para trasladar al lienzo no fue afectada por el extremo dolor de aquellos?. No se puede decir que no estuvieran enterados, pues las relaciones con las colonias eran del común, y todos se beneficiaban de ellas. Los sirvientes esclavos, por lo general negros, podían observarse en las familias adineradas, eso aun cuando se había llegado a prohibir los esclavos en Holanda, pero no hasta el XIX en las colonias. Muchos negocios de las capitales lo eran de mercancías de las colonias esclavistas como el café, el cacao, el azúcar, tabaco, te, porcelana, seda. Vermeer podía compartir el gusto por lo exótico y retratar a personas ataviadas con prendas orientales o telas lujosas y hacer lucir en sus cuadros los mapas de navegación, pero ninguna presencia de aquellos seres tan cruelmente tratados hacinados en los barcos que surcaban los mares de aquellos mapas y trabajaban sometidos en aquellas tierras de las que procedían tan espléndidas mercancías.

En la extraordinaria pintura de la época esos seres aparecen muy escasamente, y ciertamente nunca su condición es cuestionada. Su presencia, cuando no es inocua (como cuando necesariamente ha de aparecer algún trabajador de las plantaciones, en que el objeto del cuadro es la magnificencia o belleza del dominio del señor, como en las obras de Janszoon Post), suele servir de ornamento exótico, o como signo del nivel social del blanco, que como un objeto más muestra a sus sirvientes entre sus riquezas (Jean Steen, Fantasía interior; el retrato de la familia Cnoll por Coeman) como elemento de realce de la jerarquía del gran señor (retrato de Maurits por Nason); o, incluso, para resaltar más la piel blanca de la dama retratada (el retrato póstumo de María Estuardo, por Hanneman).

En este no querer ver, la pintura o arte de la visibilidad no fue excepción, en efecto, pues tampoco el derecho de un Grocio lo cuestionó, ni siquiera un pensador de la talla de Spinoza, este descendiente de judíos de la península ibérica, alguien cuya familia tenía relaciones comerciales con el Brasil holandés, y una de sus hermanas moriría en ultramar, ni siquiera él, que contribuyó como pocos a la teoría de la democracia. Tampoco la literatura o la ciencia elevaron su crítica. En fin, tampoco las religiones en sus diversas formas y divisiones, ni protestantes ni católicos la cuestionaron cuando no la bendijeron; recuérdese que el propio papa recibía en la época donaciones de esclavos que redistribuía a su entender, y muchas órdenes los empleaban en distintos menesteres. Los teólogos más críticos por lo general se plantearon sus serias dudas acerca de que los esclavizados se ajustaran a las condiciones legales (guerra justa, penalidad sustitutoria) y mostraron su preocupación por sus condiciones, una actitud valiosa pero que no cuestionaba la esclavitud en sí misma, que tenía un inveterado apoyo en textos bíblicos.

Hubo en todo esto, ciertamente, excepciones acalladas. El propio maestro de Spinoza, el polifacético Van den Enden, abolicionista de primer orden, o alguna observación crítica en obras como la de Bredero (El negrito -Moortje-) o de la novelista inglesa que conoció Surinam Aphra Behn (La historia del esclavo real). La dureza del trabajo del azúcar es reflejada en libros descriptivos, cuyas ilustraciones dan cuenta de lo atroz, como la edición de 1636 de Beverwyck del Schat der Gesontheyt , o la de interés etnográfico Historia Naturalis Brasiliae, de Piso y Marcgraf. Hay que preguntarse qué ocurre en una cultura cuando ni en sus mejores obras y creadores, sus más geniales artistas es capaz de vencer la ceguera ante tanta injusticia y sufrimiento y de problematizar lo que se le presenta como natural. Al menos la Holanda actual se ha querido hacer consciente de ese lado oscuro de su historia. En 2019 el museo de Historia de Ámsterdam retiró la denominación Edad de Oro (Gouden Eeuw) de sus salas, un gesto polémico pero sintomático. El mismo Rijksmuseum dos años más tarde realizaba una exposición autocrítica que abordaba el periodo de la esclavitud; otros museos y centros de arte también adoptaron medidas en esa misma dirección, como el Mauritshuis de La Haya, que lleva el cuestionado nombre del que fuera gobernador del Brasil holandés esclavista y cuya gran colección alberga dos de los Vermeer más conocidos (La muchacha de la perla y Vista de Delft); o como el centro de arte contemporáneo de Rotterdam, que hasta ahora llevaba el nombre del almirante asociado a la esclavitud colonial Witte de Whit.

Nos preguntamos cuándo algo semejante ocurrirá en nuestro país con su también llamado Siglo de Oro, empeñados como estamos en desconocer lo que ha sido también buena parte de nuestra historia.

Compartir el artículo

stats