Hace un buen puñado de décadas, en los años 70, en plena efervescencia del debate sobre las ventajas e inconvenientes de la AP-9, quienes se oponían a la construcción de una autopista que recorriese la región de sur a norte igual que un espinazo llegaron a tacharla de “navallada” a Galicia.
El tiempo ha demostrado que la AP-9 es una infraestructura vertebradora y que si algo tiene de punzada es en el sentido monetario que le dan sus cabinas, barreras y peajes. Así ocurre al menos desde un punto de vista general.
En algunos trechos de su trazado entre Ferrol y Tui su diseño, eso sí, le confiere el efecto de un corte, una incisión abierta en el territorio. Ocurre en el acceso a Vigo, por ejemplo. Su recorrido a lo largo de Chapela y Teis hasta desembocar en el centro del casco urbano es un tajo que divide las parroquias y que instituciones, negocios y vecinos reclaman “suturar” de alguna forma, con un enfoque más urbano, amable, y la construcción de nuevas entradas y salidas que refuercen su permeabilidad.
Aunque el vial que gestiona Audasa es uno de los casos más claros de infraestructuras que –a causa de su diseño– han acabado partiendo la ciudad, no es ni mucho menos el único. Algo similar ocurre de hecho con otras tres de las principales entradas y salidas de la ciudad: la autovía A-55 y su entronque en Avenida de Madrid, la VG-20 y el antiguo trazado ferroviario en superficie. Todas –al igual que la AP-9– mantienen un debate abierto sobre la forma de reducir su impacto o, directamente, como ocurre en el caso de las viejas vías del tren, están experimentando ya cambios.
El futuro de Avenida de Madrid es uno de los casos que más tiempo llevan sobre la mesa. Los últimos datos del Ministerio de Transportes, tomados en 2019, muestran que cada día recorren su asfalto cerca de 38.000 vehículos, lo que la convierte en uno de los grandes corredores de Vigo. También uno de sus grandes cortes. Para suavizar su impacto en el entorno, Gobierno y Concello alcanzaron un acuerdo en 2016 –reformulado en 2019– para “humanizar” el vial.
En total cofinanciarán 13,4 millones de euros con el propósito de renovar el firme, cambiar las aceras y la iluminación, retirar las vallas metálicas y abrir zonas ajardinadas entre Plaza de España y Gandarón. A finales de 2020 el Gobierno aprobaba al expediente de información pública y el propio proyecto de trazado. En la mesa de Transportes hay también otra iniciativa para la A-55, incluso más ambiciosa: un vial alternativo, un túnel que dé continuidad a la actual A-52 y permita paliar la grave siniestralidad que se registra en la autovía entre Vigo y Porriño.
La VG-20 es otro caso de “corte” urbano. Antes de la pandemia desatada por el COVID-19, el vial registraba una media de 29.800 vehículos por jornada entre su entronque con la AP-9 y Teixugueiras. Pese a la bolsa de población de Navia y de que el barrio crecerá a medio plazo con la ampliación del PAU –se proyectan 1.600 viviendas–, la autovía actúa en cierto modo como un “corte” con el resto de la ciudad. Para solucionarlo, el Ayuntamiento lleva años reclamando un soterramiento del vial que facilitaría una conexión “cómoda y transitable”. Un informe reciente emitido por la Dirección Xeral de Calidade Ambiental advierte de hecho de la “elevada afección acústico” que se alcanza en algunos trechos a causa de la VG-20, con máximos que alcanzan incluso 70 decibelios.
La contaminación acústica es uno de los grandes problemas que deja el trazado de otro de los principales viales de Vigo: el acceso de la AP-9, que alcanzaba los 57.200 conductores diarios en 2019 en el ramal que se adentra en el casco urbano de la ciudad. Su trazado parte Teis y Chapela a la mitad, generando una hendidura que vecinos y negocios reclaman paliar. La mejora del trecho, con un “acceso digno” y “humanizado”, más conectado y que solucione el ruido, se requirió incluso en el pleno municipal en 2016 por unanimidad. Hace semanas el alcalde de Vigo iba un paso más allá y exigía una mejora “radical”, apuntando incluso a “cubrir” una parte del acceso.