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Una semana de ingreso y otro mes de encierro en una habitación

Erea, en su casa, con las mariposas. | // A. VILLAR

Si veía la pantalla, se mareaba. Si trataba de leer algo, parecía que estuviera escrito “en chino”. “No me concentraba, no tenía capacidad ninguna”, explica. Así que se sentaba en una mesa delante de la ventana y contemplaba las flores. “Mi madre puso delante todas las que había en la casa”, recuerda. Con música de fondo, escribía poemas en post-its, coloreaba mandalas o hacía mariposas de papiroflexia, que ahora revolotean por todos los rincones de su casa. Y así, día tras día, durante el mes entero que se prolongó el encierro en una habitación de su casa, y ya tras pasar una semana ingresada en el Hospital Povisa. Erea Ledo Vázquez, la que fue la segunda paciente con COVID que atendía el centro de la calle Salamanca –la primera que permanece con vida– tuvo fiebres muy altas. Padeció dolor y ansiedad. Todo ese sufrimiento es ahora “una nota mental” en su cabeza: “Oye, que lo pasaste muy mal, acuérdate, pero ya está superado, ya pasó”.

El caso de Erea es atípico en varios aspectos. Lo primero que llama la atención es su edad. Tenía 25 cuando se contagió del nuevo coronavirus, el SARS-CoV-2. “Soy asmática y me pilló con las defensas bajas”, recuerda esta viguesa que, por aquel entonces, “llevaba un año muy serio de entrenamientos” de natación y “estaba a tope”. Ya llamó la atención en marzo. “Los amigos que lo sabían me pasaban el pantallazo de FARO con la noticia “Mujer de 25 años, ingresada con coronavirus en Povisa’”, cuenta.

Se empezó a sentir mal el jueves 12 de marzo. Ese día, la Xunta decidía cerrar las aulas y blindar las residencias de mayores. En el área viguesa solo estaban confirmados trece casos y ninguno por contagio local –salvo la familia del primer paciente, en Moaña–. El de Erea lo vincularon a un viaje que había realizado quince días antes a Madrid. Ahora ya se sabe que habrían aparecido los síntomas antes. “No conocí a nadie, en ese momento, que hubiese tenido COVID, pero yo que sé, pudo ser en cualquier sitio”, señala.

Ella nunca duerme la siesta y ese día se quedó dormida en el sofá. “Cuando me fui a la cama, me mareé. No era normal. Me miré la fiebre y era alta”, relata. Enseguida lo relacionó con COVID. “Era una sensación física que no había tenido nunca”, detalla. Pero tampoco se asustó demasiado: “Como todo el mundo, pensaba que era una gripe y que, como soy joven, cuando tenga que ser me tocará y punto”. Llamó al teléfono que había habilitado la Xunta y mandaron una ambulancia. Nunca había estado en una. Tardaron y ella pensó: “Si yo estoy mal, igual que yo habrá una oleada de gente”. Pero no. Era la primera de la noche. “Vino la enfermera a la habitación, me puso los guantes, la bata, la mascarilla”, detalla. Ellas estaban “totalmente equipadas. Se empezó a asustar cuando la dejaron en una sala en Povisa. “No querían entrar porque no encontraban las gafas. Estuvieron media hora buscando y yo los oía ‘¿Dónde están? ¿Dónde están?’ La gente estaba nerviosa”.

La PCR dio positiva y tenía fiebre, pero estaba controlada. Le dieron la opción de irse a casa y así hizo. Pasó dos días cuidándola con fiebres altísimas. “Lo pasé fatal, me dolía todo el cuerpo muchísimo. Estaba mareadísima del dolor, tenía nauseas”, describe y añade: “Y mi madre cambiándome los trapos por la fiebre”. Era el sábado 14 y en la televisión comparecía el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para anunciar el estado de alarma. Pero en casa de Erea no estaban atentos a la televisión. Volvieron a llamar a los servicios sanitarios. Estaba cerca de los 40 grados. “Hay que ir ya”, le respondieron. “Para ponerme la vía tuvieron que pincharme muchas veces porque, con la fiebre, estaba como convulsionando, y la gente no tenía experiencia con el doble par de guantes y las gafas”, recuerda.

Todo era nuevo. Tuvo que firmar el consentimiento de tratamiento experimental. “Asusta un poco, pero son médicos y son las herramientas que tienen en ese momento. Mejor que nada es. Tienes que confiar en quien te está cuidando”, cree. El ingreso, de una semana, fue “una montaña rusa”.

Ya en casa, la recuperación fue “bastante lenta”. Le llamaban casi a diario y les contaba “me duele la cabeza”, “me falta el olfato”... “Sí, ese síntoma está apareciendo”, le decían. Aprendían con ella. Tuvo un ataque de nervios y se derrumbó un día en que no llegaba la llamada que esperaba con el alta. Había notificado un síntoma hacía poco y le prolongaban el encierro. “Cuando mis amigos decían ‘Voy a bajar la basura, mi minutito de gloria’, yo pensaba. ‘¡ Y se queja! Con lo que me apetece a mí dar un paseo por el salón. Alrededor de la cama todo el día’. Sus padres la cuidaban –con todas las medidas de desinfección que había– y le habían cedido su habitación. “Suerte que tiene baño, da a la terraza y veía el mundo a través de la ventana, que hay gente que lo pasó mucho peor”.

Otro de los aspectos poco frecuentes de este caso fue que nadie de su entorno se contagió. Ni su madre, que la había cuidado tan de cerca. Ni su padre, que aunque habían decidido que no cruzara el umbral de la habitación, no usaba mascarilla. No estaban indicadas. Ni su novio, los alumnos de la academia donde daba clases de inglés o sus amigas. Fue una gran suerte. Aún así, cuando seis meses después de curarse los síntomas de un catarro dispararon de nuevo todas sus alarmas, lo que le angustiaba era el miedo de poder contagiar. Fue corriendo a hacerse un test rápido. “Aún nos queda bastante de poner por nuestra parte hasta que la vacuna llegue a todo el mundo”, entiende.

Las secuelas de Erea: vuelta al inhalador diez años después

Las secuelas que la infección por el nuevo coronavirus ha dejado a Erea Ledo Vázquez son “muy leves”. Pero, casi un año después, siguen estando ahí. Esta asmática hacía diez años que no tenía una crisis ni necesitaba un inhalador. Se lo volvieron a durante el proceso de la enfermedad y, ahora, en la cuarta revisión pos-COVID se lo han vuelto a recetar.

La difusión pulmonar le da “regular” y la espirometría “por debajo de parámetros normales”. Nada muy preocupante. Pero lo nota. Las dos veces en que ha ido a nadar tras la infección notó “pitidos y la capacidad pulmonar bastante baja”. “También es lógico, al no tener una vida activa”.

Recuerda que, cuando aliviaron el confinamiento y se podía salir a pasear, “no era capaz de seguir el ritmo” a sus padres. “Iba como una tortuga”, enfatiza. A nivel musculatura, el coronavirus le dejó “a cero”. “Hago natación y llevaba un año muy serio de entrenamientos y estaba a tope, muy tonificada y me quedé a cero en un mes”. Ha recuperado algo de tono, pero tampoco le apetece demasiado ir a la piscina.

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