Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

LA ACERA VOLADA

Cuando tu casa no está

Crónicas de niñez y juventud de un vigués deslocalizado

El tranvía Vigo-Baiona, descarrilado, en el cruce de Colón en 1968. Al fondo el edificio Rubira ya derribado. | // MAGAR

A lo largo de los años sesenta y hasta bien entrados los setenta, nuestra amada ciudad sufrió la mutilación de una serie de edificaciones de referencia. Esto cambió para siempre la fisonomía de los barrios y avenidas donde estaban ubicadas esas propuestas arquitectónicas que, en la mayoría de los casos, formaban parte consustancial y referencial de la estética urbana de nuestra vida diaria y, que por arte de magia, en menos de dos décadas nos vimos privados del disfrute de su representación visual, así como de la transmisión y el impacto connotativo que destilaban.

Poco a poco, de la mano de este diario como testigo gráfico de la “desfeita”, fuimos asistiendo a fuego lento, a través de imágenes del antes y el después, como; bien en aras de la modernidad, de acciones especulativas, una dosis de ignorancia y otros argumentos acomplejados, iban desapareciendo, hoy aquí, mañana allí, construcciones pétreas singulares como el edificio Rubira situado en el cruce de Colón; los cines Odeón, Tamberlick y Royalty o el edificio de Almacenes Olmedo en Príncipe, donde trabajaba mi amigo Luis Miramontes, al que le perdí la pista en esa época y, en los 90, grabando un programa para la TVG en La Habana, al subir a un barco me lo encontré. Gerenciaba una flota de pequeños cruceros de ocio y pasaje en varias islas del Caribe. No se lo que habrá sido de él.

Otro de los edificios que destacaba por su majestuosa estética de línea arábiga era el que había albergado la fábrica de harinas La Molinera en la calle García Barbón y que, en sus últimos años de actividad funcionó como sede docente del Colegio Mezquita. En su época de abandono y decadencia, con suelo, techos y paredes quebrados sumado a ratas convivientes, fue el local de ensayo de El Clan, el grupo de Gabino Lara. La banda estaba formada por él y varios compañeros; los jorges y los hermanos Costas que, procedentes de la escolanía de Santiago de Vigo, acabaron abrazando el rock pero, al contrario de lo que sucedió con la mayoría de los denominados “conjuntos músico vocales yeyés” de la época, ellos lo hicieron de la mano de la música italiana, tomando como referente a Adriano Celentano. Allí, en la primera planta del semiderruido Colegio Mezquita iba yo como un clavo, a poco de dejar el pantalón corto, un día sí y otro también a escuchar calladito los ensayos del grupo para aprender los acordes que ponía Genaro Costas en su guitarra Hofner. Más tarde Genaro, en los años noventa, llegaría a ser rector de la UNED.

Pero si bien han sido innumerables los estropicios sobre las edificaciones, no lo han sido menos sobre los espacios abiertos. Los atrios y accesos a algunas iglesias y conventos disponían de bellas escalinatas y zonas ajardinadas que daban lustre y respiro al barrio, como sucedía en la calle María Berdiales donde, tras una larga escalinata se ubicaba a lo alto la iglesia del Sagrado Corazón, conocida popularmente como La Enseñanza de donde en Semana Santa, rodeadas de cirios encendidos y bajando por su frente ajardinado, salían las procesiones de la Cofradía de Jesús del Silencio.

En la calle Vázquez Varela, el convento de los Capuchinos tenía una gran explanada. Adosado a un lateral del templo, se ubicaba un teatro donde muchos jóvenes de la época, desde Xesús Vaamonde al que escribe, pasábamos gran parte de nuestra existencia haciendo lo que más nos gustaba: “rockanrolear”. Allí, Los Watios, con Petote y Espino (que ya no están con nosotros), hicimos los primeros escarceos musicales con guitarras eléctricas. La deficiente calidad de los equipos de amplificación provocaba que sufriéramos de cuándo en vez, a través de las cuerdas del instrumento, constantes descargas de corriente en las manos. Por suerte, ninguna de estas anomalías logísticas y estructurales fue capaz de acabar con nuestra ilusión e interés por la música.

Pero si esta ausencia y usurpación de espacios y edificios referenciales que estoy comentando produce impotencia, el verdadero desasosiego se da cuando un día, uno que ya no vive en la ciudad, llega de casualidad al lugar del barrio donde se ubica la casa en la que ha nacido, criado y pasado momentos significativos de su existencia y se encuentra que ya no está. Delante suyo sólo aparece un solar abierto circundado en sus laterales por los muros de los edificios colindantes que aún continúan habitados, pero el propio ya no está.

Ver que tu casa no existe, que nunca más formará parte de ese orden estético del barrio y de esa imagen serena y protectora que, desde niño y para siempre, había quedado grabada en tu cerebro, produce un gran desgarro en el corazón. Algo así como una especie desasosiego con síndrome de usurpación identitaria; todo ello unido a un sentimiento interior de impotencia muy difícil de superar.

Compartir el artículo

stats