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LA ACERA VOLADA

La almoneda

Crónicas de niñez y juventud de un vigués deslocalizado

Monterrey era el nombre de la almoneda de libros usados y también de su editorial. Y anuncio en Faro de la almoneda.

La almoneda

La almoneda

He preguntado a varios jóvenes sobre lo que les sugiere la palabra almoneda y les sonó a chino. Consulté esta acepción en el diccionario de la RAE y aparecen estas entradas significativas: “subasta de bienes, generalmente a bajo precio” y “establecimiento donde se realiza este tipo de venta pública”. Es decir, una especie de chambo que, en vez de celebrarse en la vía pública, se lleva a cabo en un local ad hoc con horario comercial. El verdadero chambo –venta de todo tipo de objetos de segunda mano–, se hacía un día a la semana en la cuesta de la calle Placer, entre el Campo de Granada –donde hoy está el edificio del Concello– y la verja del orfanato que llamábamos “la gota de leche”, en cuya cancha jugaba los domingos por la mañana el equipo del Estudiantes que, junto al Bosco, que lo hacía en el patio de los Salesianos, conformaban lo más destacado del baloncesto local.

Pues, cuando era niño, en los números pares del inicio de Pi y Margall, después de pasar la calle Llorente, había no una, sino dos almonedas casi contiguas. Una dedicada a objetos y otra a libros. La dedicada a objetos no la frecuentábamos demasiado, sólo veíamos a través de la luna del cristal que daba a la calle los materiales que iban adquiriendo y que exponían para su venta, desde un piano vertical a un gramófono, pasando por todo tipo de antiguallas. Pero en la almoneda de libros denominada Monterrey pasábamos media vida. Era una librería propiedad de José María Álvarez Blázquez, intelectual y cronista de la ciudad, que tenía una colaboración diaria en la radio, a la hora de comer, en la que hacía un análisis de la actualidad detrás de una cabecera musical que arrancaba con la guitarra de Hank Marvin de los Shadows interpretando Gerónimo.

La almoneda era atendida por Fina Cáccamo, una persona llena de ternura y amabilidad, que nos dejaba a nosotros “esos locos bajitos” como decía Miguel Gila, merodear por aquellos intrincados espacios con estanterías llenas de libros usados y pequeñas salitas con sillones estratégicamente ubicados para una cómoda lectura. El local era muy largo e iba desde la calle Pi y Margall, donde estaba situado el acceso al local, hasta Llorente que, por la diferencia de nivel, allí era ya un primer piso con ventana al exterior. La almoneda tenía un escaparate donde se disponían las novedades obtenidas en el mercado bibliográfico de segunda mano, así como algunos libros nuevos para las titulaciones de las escuelas de Peritos y Comercio que estaban ubicadas en Peniche.

Tanto yo como todos mis amigos del barrio aprendimos a calcular el 10% en la almoneda pues los libros no sólo se vendían, también se alquilaban por ese porcentaje sobre el precio de venta que aparecía reflejado en un ticket pegado en su solapa interior. Esa especie de pequeño marcador rectangular llevaba impreso a la derecha el nombre de la almoneda y, a continuación, había una línea de puntos troquelada que separaba la otra parte donde aparecía escrito a mano el precio del ejemplar. Cuando alguien lo adquiría bien para compra o alquiler, se cortaba ese resguardo con el fin de proceder al control contable tanto de ventas como de préstamos, Muchas veces Fina se tenía que ausentar un momento para hacer algún recado y nos dejaba a nosotros, con no más de ocho años, a cargo de la almoneda. Si llegaba algún cliente a comprar o alquilar nos encargábamos de despachar la mercancía y hacer todo el proceso de gestión con el ticket, así como, si era alquiler, apuntar en la parte de la etiqueta habilitada para ese fin, la fecha de devolución que, si mal no recuerdo, era de una semana.

No sé como se vería hoy que unos niños de primaria te los encuentres como dependientes en una librería, pero os aseguro que nosotros éramos felices en aquel local plagado de libros donde, además de jugar a escondernos en sus múltiples recovecos, aprendíamos a clasificar las obras por estilo, orden alfabético y a calcular el porcentaje, mientras nuestras madres estaban tranquilas porque, después de salir del cole, quedábamos a buen recaudo comiendo el bocadillo de pan con chocolate en la tienda de Fina. ¿Qué más se puede pedir?

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