A una edad en la que la mayoría de los políticos están jubilados, escriben sus memorias, dan conferencias o, quizá, cuidan de sus nietos tumbados en el sofá mientras zapean en la tele, Abel Ramón Caballero (Ponteareas, 1946) vive su cénit profesional con una actividad frenética y un poder e influencia políticas nunca imaginado. Ser el regidor de la ciudad española con, de largo, los mejores resultados en los comicios del 24 de mayo, hacer historia con 17 concejales y desde ayer presidir la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) -una suerte de alcalde de más de 8.000 alcaldes- hacen que para él 2015 sea un año inolvidable. Su año.

Hijo de un padre militar (Abel) y una ama de casa (Manuela), el destino jugó muy pronto con Caballero. Porque Abel no iba a ser Abel, sino Ramón. Quinto de seis varones, la muerte por meningitis de su hermano Abel a la edad de siete años llevó a su madre a preservar ese nombre en la persona del niño que llevaba en sus entrañas. Pero antes del deceso Manuela ya había prometido a San Ramón que si el crío nacía sano le dedicaría su nombre. Como vino sano, la madre cumplió la promesa... a su manera: llamaría al bebé Ramón pero le antepondría el nombre de su vástago perdido. De ahí Abel Ramón.

Dispuesto a surcar los océanos

Estudiante aplicado, quiso seguir los pasos de su hermano Daniel como oficial de la Marina Mercante. Lo suyo sería surcar los océanos al mando de un buque. Pero ese destino también cambiaría muy pronto. Bastó una travesía durante unas prácticas desde Cartagena hasta el Índico para darse cuenta de su error. "O el barco se movía mucho o era un solemne aburrimiento. No se me pasaba el tiempo: mar y más mar. Aquello no era para mí", ha explicado.

Así que ese joven inquieto y ambicioso lio el petate y apuntó en otra dirección. Completó sus estudios de la Marina Mercante e inició Económicas en Santiago. En sus primeros cursos universitarios aprovechaba los veranos para regresar al mar y ganarse unos duros. "Me independicé con 18 años; la carrera me la pagué yo, no quise que lo hicieran mis padres", declara superorgulloso de algo que aconteció hace medio siglo.

La segunda (y feliz) vida política de Abel Caballero

Tras un máster en la Universidad de Essex, accedió a la Universidad de Cambridge para hacer el doctorado. Cuando recuerda esta etapa, Caballero deja de lado el mínimo recato y se desata: "Lo mío fue una proeza; fui el primer economista español en doctorarse en Cambridge y lo hice en tres años".

Cinco años en tierras inglesas

Esos cinco años en tierras inglesas le sirven para alardear del manejo de la lengua de Shakespeare. Así que en cuanto tiene ocasión lo demuestra para incordio de unos rivales políticos que a duras penas pasan del good morning, how are you y thank you. Tal llegó a ser la irritación de alguno que llegó a preguntar en Cambridge si era cierto que Caballero había estudiado en sus aulas o era un farol al estilo Roldán. ¡Menudo escandalazo! Para su desazón, la respuesta fue afirmativa.

Ser catedrático de Economía y más tarde director de un departamento en la Universidad de Vigo con decenas de docentes son otros de los méritos que tiende a exhibir, también para cabreo de sus enemigos políticos, quienes en el mejor de los casos se han quedado en profesores universitarios y, en el peor, en un pobre bachillerato. Pero Caballero tiene el don de no cabrear sólo a sus adversarios. "La inquina que le tenía Pérez Touriño se debía en parte a que mientras el alcalde era catedrático, él, todo un presidente de la Xunta, se había quedado en profesor titular. Estas cosas, que para el común de los mortales son una idiotez, en el mundo universitario cuentan y mucho. El catedrático es el macho alfa y los demás siempre estarán por debajo", explica una persona que conoce bien a ambos.

El contacto con la realidad

Aunque atesora notables virtudes, la humildad no se encuentra entre ellas. Sin embargo, con los años y el contacto con la realidad -la calle- ha sabido pulir sus aristas. Y transformar aquella imagen pública de soberbia o prepotencia en la de un regidor cercano, con un particular sentido del humor, capaz de escuchar e incluso dar la razón al interpelante. La máxima expresión de ese giro se produjo en 2011 cuando en campaña admitió haber cometido errores pero, eso sí, "siempre en defensa de Vigo".

Hoy el nuevo Caballero exhibe una singular mezcla de autoridad (y por tanto cierta distancia emocional) y afabilidad, que puede rayar en el paternalismo. Aun así en ocasiones le sale el viejo y se desata con una lección propia del que está encantado de haberse conocido. "Pero qué listo es mi Abelito", ha apostillado alguna vez Cristina Alonso tras soportar junto a otros comensales una de las típicas clases magistrales de su marido, quien suele reaccionar con una infantil carcajada.

Y es que Cristina -profesora de Filología Germánica en la Universidad de Castilla-La Mancha- es la única persona con carta blanca para hablarle sin tapujos. De contradecirlo. Y ese derecho se lo ha ganado a pulso. La pareja se conoció a los 16 años en Ponteareas. Ahí nació una relación que se consolidó primero durante una estancia en Inglaterra, más tarde con su boda en Lisboa en 1973 [No podía entrar en España al estar buscado por la justicia franquista] y hasta hoy. Pese a no tener presencia pública, la opinión de Cristina pesa muchísimo en Caballero.

El día que el presidente González lo llamó para ser ministro

Su actitud de superioridad se alimentó de una exitosa y precoz carrera política. Aún no había cumplido los 40 cuando González le llama para ser ministro de Transportes, Turismo y Comunicaciones. Corría 1985 y se vivía una euforia política protagonizada por Felipe y su promesa de cambio. Y Caballero estaba allí, como un apóstol más -Guerra, Solana, Maravall, Solchaga, Ordóñez...-, a sólo unos metros del nuevo Mesías del socialismo. La experiencia apuntaló una personalidad que ya iba sobrada de autoestima.

Después del subidón ministerial y tras varias apacibles legislaturas como diputado, Caballero viviría su peor pesadilla. En 1997, Fraga le pasa por encima en las autonómicas. Ese batacazo le acabaría echando de la política por la puerta de atrás.

Como había hecho treinta años atrás, aquel chaval que se sentía frustrado sobre la cubierta de un barco, recogió sus cosas y regresó a su casa: la Universidad. Hiperactivo, rápidamente encontró alivio en las clases, las investigaciones económicas y en una sorprendente creación literaria. Fiel a su estilo de "a toda máquina", en cuatro años publicó cuatro novelas: templarios, piratas o conflictos económicos y sociales. Nada de política. Eso era el pasado. "Tocaba dar clase hasta los 70 años y escribir", pensaba.

"¿Cómo iba a pensar que lo mejor estaba por llegar?"

Pero la política le dio una segunda oportunidad y lo hizo a lo grande. "¿Cómo iba a pensar que lo mejor estaba por llegar?", aún se pregunta hoy. Todo recomenzó con su designación como presidente del Puerto de Vigo, una institución que para tantos colmaría sus aspiraciones -excelente sueldo y relativas preocupaciones-, pero a él le sirvió para que el animal político que llevaba en su interior se despertase. De inmediato hizo de la Autoridad Portuaria una plataforma pública de tal magnitud que le permitió ser candidato a la Alcaldía y, luego, arrebatarle con el apoyo del BNG el poder a Corina Porro, una política con formidable impronta social.

El resto de la historia es conocido: las segundas elecciones le consolidan como regidor, provocan la jubilación de Porro y dejan a los nacionalistas KO. Su defensa a ultranza de Vigo -ese "localismo casposo y anacrónico" que le afearon con inefable miopía los dirigentes del PP- en asuntos como la (no) fusión de las cajas, la (no) discriminación del aeropuerto de Vigo, el Área Metropolitana o la capitalidad judicial han sido determinantes para que la imagen de valedor de la ciudad calase entre los vigueses, que han visto en él a un tipo con arrestos, capaz de enfrentarse a Feijóo, pero también a Touriño o Zapatero. Y al que, guiado por ese afán protector, no le importa caer en excesos que han dado pie a parodias en blogs humorísticos. Porque él sabe que cuando a uno le salen imitadores es que definitivamente ha impregnado la epidermis de su territorio. "A ver, Carmeliña, enséñame ese vídeo en el que salgo de Nerón", le pedía, entre risas, a la teniente de alcalde durante la sobremesa de un almuerzo. "La verdad es que está muy bien, a mí me hace reír: ¡¡¡Me voy a inaugurar una humanización!!! Jajaja", se imitaba a sí mismo ante la incredulidad de los comensales.

Claro que el éxito de Caballero no reside sólo en el hiperviguismo. El millonario plan de humanizaciones, la imagen de austeridad personal, el tono serio y firme, la extenuante capacidad de trabajo y el respeto que se ha ganado entre los sectores más conservadores han sido claves. Y, por supuesto, su omnipresencia: tan pronto entrega unas medallas deportivas a unos críos, como baila un pasodoble en una verbena o se pasa tres horas escuchando corales. O camina. Porque aquel Caballero que sólo se movía en coche ministerial ha devenido en un alcalde humano, que se patea la calle, próximo a los ciudadanos que se le acercan, le alaban, le critican o, generalmente, le piden algo: desde un selfie con unos chavales a la entrada de Balaídos a un banco para sentarse o una parada de Vitrasa.

Esa transversalidad política y social -unida a la inmolación de sus rivales, rehenes de una estrategia suicida- explica un resultado sin parangón en la democracia local. Un hito que le permite hoy sonreír al ver la imagen que le devuelve el espejo: la de un regidor apreciado, la referencia municipal del PSOE, el presidente de los alcaldes y, lo más importante, la de un hombre realizado. "Estoy disfrutando como nunca. No hay nada que se acerque a lo que siento hoy como alcalde de Vigo. Estoy feliz", confiesa.