Si hay unas elecciones atípicas, éstas son las municipales. Todos los analistas, y la experiencia así lo corrobora, coinciden en que estos comicios responden a procesos diferentes, tienen su propia dinámica, con resultados en muchas ocasiones ajenos al contexto político nacional. ¿Cómo si no se puede entender que el PSOE gobierne de forma hegemónica en Andalucía desde 1982 mientras que las grandes capitales de esa comunidad estén en su mayoría en manos de alcaldes del PP? ¿Cómo se explica que, por ejemplo, Francisco Vázquez dirigiese el Concello de A Coruña en pleno esplendor aznarista? ¿O que Vitoria la llegase a gobernar el PP en un feudo casi genéticamente nacionalista?

La razón fundamental es porque en las municipales se valoran básicamente dos aspectos: la gestión del gobierno local y la credibilidad o el grado de afecto/desafecto y el crédito del alcalde. Y, en muchas ocasiones, el orden es el inverso.

Es decir los comicios locales son por excelencia personalistas, incluso plebiscitarios. Por eso resulta tan importante el nombre, la personalidad, del cabeza de lista. No pocas veces el sufragio se reduce a un a favor o en contra del regidor de turno, ignorando en la práctica las ofertas de los demás partidos que se llevan los apoyos más por un voto anti que por un voto pro.

Por eso resulta especialmente llamativo que a ocho meses de la cita con las urnas, ni BNG -aunque en este caso el sindicalista de la CIG Serafín Otero tiene todas las papeletas-, ni AGE, ni Podemos, ni Gañemos ni la Marea hayan oficializado la identidad de su candidato. Por razones diferentes -fractura interna, falta de liderazgo, ausencia de cohesión, carencia de estructura partidaria..- todas estas formaciones que compiten por en la práctica el mismo nicho electoral parecen jugarse su futuro a una sola carta: el peso de la marca. Y éste sí que es un órdago mayor.