Sólo con entrar uno percibe la sensación de que el espacio físico representa con excelencia la imagen más idílica de una tasca: justa en sus proporciones, cálida en sus formas, adecuada en sus muebles y materiales, culta en las paredes por su obra artística o sus libros. Lo de la cultura es, eso sí, un valor añadido y urbano que no tenían las primitivas tabernas del rural o periferia de las ciudades a no ser que habláramos de esa cultura popular o proletaria en otros tiempos más reivindicada.

El caso es que en el centro mismo de Vigo, orillando Príncipe y la Puerta del Sol, Travesía da Aurora número 4, está el Eligio. Dicen que allí llegó este Eligio de nariz circunvalada, ganchuda o judaica desde su Leiro natal a trabajar casi de niño, y que fue en los años 20 cuando la adquirió y le dió su nombre. No está constatada esa fecha, como no lo está que Valle Inclán ocupara alguna vez una de sus mesas, pero lo que nadie discute es que desde entonces, fundamentalmente en los años 60 y 70 y 80, adquirió renombre por el cariz y diversidad de las gentes que alli se concitaban.

Eligio era de esa humanidad dispuesta a morir con las botas puestas y así lo hizo tras dejar una estela de infatigable currante, de habilidoso en las relaciones con sus parroquianos y de gallego ejemplar en cuanto a que nadie supo nunca si subía o bajaba. O es que quizás hiciera las dos cosas al tiempo. En 1985 le sustituiría su yerno, Carlos Álvarez, quien desde entonces adoptó una línea continuista aunque con dos innovaciones: la primera, añadir a aquel ribeiro que Eligio traía de sus 15 fincas del Gomariz ourensano, que aún se conservan, muy seleccionadas marcas de las denominaciones de orígen apenas existentes durante la vida del patriarca tabernario; la segunda, sumar más opciones culinarias al sólo pulpo, albóndigas y pimientos de Padrón que daba el fundador a sus clientes para mitigar los efectos del vino de Leiro. No a los amigos, a quienes convocaba en el piso de arriba para agasajarles con delicadezas como su guiso de anguilas.

El pintor Urbano Lugrís lo tuvo desde que llegó a Vigo como su segunda casa, si es que tuviera primera, que dice la leyenda que nadie la conocía. Su cita permite en cualquier caso adentrarnos en otra de sus características: siempre fue lugar frecuentado por artistas y escritores, más de los primeros porque de los segundos aquí no sobraban. Por estos últimos, nombres como Cunqueiro y Castroviejo (que luego se dejaba llevar por la cuesta hasta coger el barco a Moaña); por los artistas de la bohemia local, firmas como Lodeiro, Barreiro, Laxeiro, Maside, Montes y un sinfín aquí de imposible cita. A ellos se sumaban en tiempos "eligianos" trabajadores del comercio o de la Banca que han derivado en las fechas postreras de su yerno a profesionales del Derecho, la arquitectura... Y, tanto en una etapa como en otra, gentes del labradío de la palabra, tertulianos natos.

¡Ah, aquellos tiempos del tadofranquismo en que tanta parroquia el "Eligio" congregaba! Dicen que tanto a gentes de la izquierda militante, que para compensar se solían poner a la derecha de la tasca, como de la derecha concomitante, que solía ponerse a la izquierda. ¡Ay, aquella Peña Eligio con los Belarmo, Eladio, Venancio, Muñoz... que fue desapareciendo por extinción natural y no por causa de sus vinos como algunos malhadados cuchicheaban!

Aquellos fueron años memmorables en los que al Eligio ayudó, a más de sus caldos, la buena ubicación en que se hallaba. No sólo como estación de paso y chiquiteo con La Viuda al lado y cerca El Cotorro; también El Pueblo Gallego, del que recibió un halo periodístico porque el bar era su sede oficial y señera.