Desde crío sintió una irremediable atracción por el país del sol naciente: "Veía una imagen y se me ponían los pelos de punta. Ignoraba cómo, pero sabía que acabaría aquí". Hace un año que abandonó Vigo casi con lo puesto y acaba de crear un portal en internet de venta de artículos "manga", además de impartir clases de español en el Instituto Cervantes de Tokio. Desde que pisó la isla ha sudado literalmente la obtención de cada visado y ha vivido episodios tan curiosos como el de conseguir alojamiento a cambio de cuidar un valioso jardín de quinientos bonsais.

Su propia historia personal se aleja de lo común. Hijo de un iraní y una viguesa, Amir Reza Najjari García nació "en la Cruz Roja" hace 26 años y se crió en la ciudad hasta los catorce, cuando se trasladó al país de origen de su padre para regresar dieciocho meses después. "Fue un choque cultural bastante potente y tuve que cursar primero de BUP en persa", relata.

Dice que a raíz de esa experiencia desarrolló una gran capacidad de memoria que le resultó muy útil para estudiar en el campus vigués Traducción e Interpretación en inglés, gallego y francés. Y ahora también se defiende en japonés. No en vano, la página web está traducida a seis idiomas y confía en añadir el italiano y el persa.

Al otro lado del teléfono asegura que no acaba de asimilar dónde está -"Mi propio cerebro no se lo cree. Éste es el país más diferente del planeta"- y agradece el apoyo de los abuelos vigueses. Sus padres, explica, dirigen una academia de español en Teherán. "De alguna manera he vivido en el triángulo de las tres culturas más importantes: la europea, el Medio y el lejano Oriente ", destaca.

El aikido, que practica desde hace años y que impartó en el campus, le dio "la razón definitiva" para irse de Vigo en busca del maestro Hideo Hirosawa a finales de abril de 2007: "Le conocí en un viaje a Italia y poco después me presenté en Tokio con un visado de turista para tres meses".

A través "de un amigo de un amigo" consiguió que le alojasen en un enclave rural próximo a la capital donde se "empapó del Japón tradicional de los arrozales". Para cambiar su permiso por uno cultural tenía que demostrar que entrenaba tres veces al día en el Aikido Honbu Dojo de Tokio.

"Me levantaba a las cuatro de la madrugada y cogía la bicicleta, dos trenes y un metro para empezar a las seis de la mañana. ¡Y eso durante un verano en el que llegamos a los cuarenta grados!", recuerda. Acabó mudándose al "compartimento" de un hotel-cápsula que a él le pareció "el Ritz" después de tanto padecimiento y donde se cruzaba con los yacuzas, la mafia nipona.

"Supervivencia"

Finalmente obtuvo el visado y en septiembre le contrataron en el Instituto Cervantes. La "lucha por la supervivencia" había acabado, pero no sus peripecias. Poco después una autora japonesa de teatro que vive en Alemania le ofreció vivir en una casa con más de 150 años de antigüedad en Sashiougi, a 50 minutos de la ciudad, a cambio de cuidar del medio millar de bonsais cultivados por su abuelo. "El jardín es un lugar mágico y me preocupaba mucho. Un amigo que es dj les puso música house una mañana y les debió gustar, porque están todos florecidos", bromea.

Aun así, su nueva empresa le obliga a pasar más tiempo en la capital. Conoció a su socio, el ingeniero informático Bernardino Todolí, en las clases de aikido. "Yo ya vendía algunas cosas por e-bay para pagarme los alquileres. Él es el ying, la solidez, y yo soy el yang, la cabeza loca", dice entre risas.