Buscadores de oro del nuevo milenio
Carlos García Machuca / VIGO
Grandes dosis de paciencia y un profundo amor por la mineralogía lleva a individuos como Humberto Prada (Astorga, 1961) a ser capaces de pasarse fines de semana enteros, con jornadas de cuatro y cinco horas, "batiendo" la arena del río Sil, a su paso por Valdeorras, en busca del metal más preciado de todos: el oro.
Un antiguo oficio reconvertido en afición que apenas ha variado con el paso de los siglos y que se basa en un principio físico bien sencillo: el metal más pesado se precipita siempre al fondo de la "batea" o recipiente apropiado del buscador, si se han aplicado, claro, los movimientos adecuados.
Conscientes del interés que esta actividad podría despertar entre los más pequeños, y con el aliciente añadido de que el oro hallado iría a parar a manos de los esforzados aprendices, los organizadores de "Minervigo 2005", la exposición que sobre minerales, gemas, fósiles y conchas acoge hasta hoy la estación de Renfe, decidieron poner en marcha un "taller de bateo" para niños dirigido por el monitor madrileño Casimiro Rodríguez.
"A mí los minerales no me interesan demasiado, pero esto de buscar oro me parece interesante; aunque no sé si tendré paciencia suficiente", explicaba Ana García-Luengo, una niña de 12 años, enfundada ya en un chubasquero de plástico amarillo que la protegería de salpicaduras de agua, minutos antes de ponerse a buscar oro.
Los responsables de "Minervigo 2005" mezclaron pequeñas pepitas de oro de aluvión con un concentrado de metales pesados y de arena de playa para que los pequeños, mediante gravitación, localizaran el codiciado elemento.
"Yo aquí ya encontré unas cuantas pepitas", aseguraba un excitado Abel García, de 8 años, antes siquiera de echarle agua a la batea. El pequeño confundía el brillo de la mica del recipiente con el del oro, aunque poco después descubriría que aquel mineral, muy liviano, sería de los primeros en salirse de la mezcla.
"Algunos tardan unos 20 minutos en dar con el oro; otros, no lo hallan hasta pasados los 40 minutos", explicaba Casimiro, que perfeccionó el oficio buscando el metal precioso en riachuelos salmantinos y madrileños.
Echando abundante agua y sometiendo las bateas a ligeros movimientos circulares, poco a poco el color ocre de la arena se transforma en un sedimento negro formado por metales como la pirita, la wolframita y las casiterita. Precisamente, cuanto más oscuro es este sedimento mejor se aprecian posteriormente las pepitas de oro amarillas, cuyo brillo emocionaba a los pequeños aprendices.
Quién sabe, quizás una nueva generación de buscadores nació ayer en Vigo tras esta divertida experiencia.
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