Alumnos sin disciplina que no se esfuerzan ni respetan al docente tensionan las aulas
Los profesores ya desde Primaria están «desbordados» y apuntan una crisis de autoridad
Docentes veteranos alertan de la deriva: «¿Qué más tiene que pasar para actuar?»

Alumnos de un instituto / FDV

«Ese pantalón te marca la cona, profa». Un chaval de Secundaria de un instituto de la costa gallega escupió el comentario a una docente sin despeinarse. Ella, que cubría su primer año en el centro, lo intuía. «Son solo dos o tres de la clase», le advirtieron al comenzar el curso sus colegas. Tragar saliva. Agarrar el pestillo, abrir el aula. En un lugar con zonas vulnerables y familias en reconstrucción caídas del ring del narcotráfico, muchos adolescentes de una generación sostenida por sus abuelas no creen en la educación. Nunca vieron superpoderes en los libros. Cuando aquel chico volvió de visitar el despacho de dirección y la profesora entró a la clase, la bienvenida estaba sobre la mesa: las letras «puta», la saludaban con spray. A los pocos días, llegaría un crespón negro detrás de la puerta del aula. ¿Amenaza?
Este hecho real, ocurrido a una profesora que evita nombrar al instituto —donde ya no trabaja— para no «etiquetarlo», es ejemplo de una problemática palpable en entornos rurales y barrios urbanos. En colegios e institutos gallegos, ya sean urbes del interior o ciudades costeras. Hechos que suelen cebarse más, según reconocen los docentes, en mujeres jóvenes. Otros docentes no utilizan el aparcamiento del centro. Directamente. Dejan el coche lejos para evitar cambiar las ruedas tras poner un suspenso. Son casos aislados, pero reiterados. Insultos, violencia física… Y cuando esas quejas trascienden a las familias, a veces estas «anteponen la veracidad del relato del estudiante». ¿Falta autoridad al profesorado?
FARO ha pulsado la opinión de docentes de diversos ámbitos educativos. Resuena su voz de alarma. La Xunta acaba de incluir ese «refuerzo» de autoridad en las instrucciones de Educación para el próximo curso. Pide a los docentes que comuniquen rápidamente los casos de agresión física, verbal o digital. Dentro o fuera del aula. Muchos solo ven más burocracia.
Yendo al diagnóstico, algunos docentes sitúan el origen del problema fuera de las aulas. Hay hogares donde se excede la permisividad y donde las redes sociales emborrachan a los preadolescentes de estímulos difíciles de acotar. Esa falta de límites en el hogar, la banalización del esfuerzo, el deterioro del respeto, aliñado con la incapacidad de gestionar la frustración están haciendo una bola de nieve.
La presidenta de la Asociación de Directores y Directivos de Galicia (Addiga), Isabel Ruso, confirma que en los últimos tres años «los procedimientos correctores han aumentado mucho». También lo notan en su instituto en A Coruña. «Estamos lidiando con faltas de respeto e incluso peleas», cita al tiempo que alude al programa «Agente Tutor» de la Policía Local. «Debe potenciarse el respeto al profesorado. Puedes encontrarte con una familia que no solo no reconoce el trabajo, sino que agrede verbalmente».
Los docentes de Secundaria en un colegio concertado de Vigo, Anabel Pichel, Carlos Velasco y Jorge Juan Ramos, dejan al descubierto un malestar que va mucho más allá de los centros educativos. Juntos acumulan 80 años de experiencia en las aulas, y desde su mirada comprometida relatan un presente educativo marcado por el agotamiento, la sobrecarga de funciones, la falta de autoridad real, así como una preocupante desafección del alumnado. «Las redes de profesores están llenas de quejas. Esto pasa en todos lados». Y también como resultado: una generación de docentes al límite, vocaciones que se apagan y un sistema que, dicen, «involuciona».
«Todo tiene que ser ya»
El primer síntoma, coinciden, es la cultura de la inmediatez y de la exigencia sin límites entre los menores. Los profesores denuncian que se sienten constantemente evaluados y fiscalizados, mientras que el sistema les deja sin herramientas reales de intervención. «Para exigir, todos los derechos. Pero para el resto vamos a ser laxos, ¿no?», ironizan. También lamentan una actitud de desprecio hacia el aprendizaje. «La mayoría de alumnos solo quieren aprobar, no les interesa aprender absolutamente nada», lamenta Pichel.
Uno de los puntos de fricción más habituales es el uso del teléfono móvil. Y las reacciones ante su retirada pueden ser extremas. «Los chavales se vuelven locos. Como si fueran adictos, es increíble», explican sobre algún caso en el que se detectó un mal uso del smarthphone en el centro. El orientador laboral y profesor de la UNED en Pontevedra, Jorge Sieiro, reflexiona: «En esta época de comuniones, conviene pensar en que ya es habitual regalar móviles de última generación valorados en más de 1.000 euros a niños de 9 años. No es solo por la tecnología, sino por el mensaje: se educa en el capricho, no en el esfuerzo ni en la espera».
La carga emocional y la presión diaria le pasan factura al profesorado. Más, a final de curso. «Hay semanas muy duras», reconocen. Aunque ellos afirman no haber llegado al límite, sí han visto a compañeros totalmente desbordados. Frustrados. Parte del problema es estructural: «No tenemos recursos ni tenemos a dónde acudir». Otro de los focos de tensión es la saturación de los servicios de orientación, sin medios suficientes para afrontar la demanda creciente. En medio del malestar en las aulas, Jorge Sieiro, orientador laboral y profesor de la UNED en Pontevedra, advierte sobre la grave pérdida de autoridad del profesorado y denuncia la escasez de orientadores en los centros educativos: uno por cada 200 o 300 alumnos, cifra claramente insuficiente para atender evaluaciones, conflictos y programas de intervención cada vez más necesarios.
Sonia Camino, orientadora educativa desde hace 23 años, coincide en este diagnóstico y pone el foco en la falta de recursos y de tiempo para intervenir con calma: «Los orientadores escolares estamos desbordados: la demanda de valoraciones psicopedagógicas se ha multiplicado, pero se nos escapa lo esencial que es acompañar, tener tiempo para intervenir con calma». «Se diagnostica y etiqueta todo sin atender a las verdaderas raíces del malestar escolar», explica. También, lamenta la medicalización de la infancia. «Esta convivencia escolar es reflejo de nuestra convivencia social».
La pérdida de la autoridad docente es otro tema central. «Estamos solos ante el peligro», denuncia Jorge J. Ramos. Relata cómo, tras enfrentarse a conductas violentas o faltas de respeto, no solo carecen de respaldo institucional, sino que son los propios profesores quienes deben dar explicaciones a las familias. Esta falta de respaldo genera miedo real en algunos casos. «Sinceramente creo que la palabra es asustados», dice otro de forma anónima. La tensión permanece en el aula tras cada episodio conflictivo. «Vuelven de cada expulsión diciendo ‘te gané’», ejemplifican. «Si el profesor no se siente apoyado por el centro, las familias o la administración, su autoridad se debilita», afirma otra docente Rocío Paramá.
Profesores «pulpo»
A la falta de medios se suma una multiplicación de funciones. «Al aumento de la carga, se suma que se les pide que sean también administrativos, mediadores, formadores, evaluadores», añade la orientadora Sonia Camino .Y otras muchas veces, también una figura afectiva, recalca Carlos Velasco. Los veteranos coinciden en que la conflictividad ha cambiado: «El problema hoy es difuso: clases enteras con bajo compromiso, escasa motivación y falta de referentes. Lo que más les preocupa no es el alumnado más disruptivo, sino «los buenos alumnos que se pierden o salen perjudicados. A eso sí que no hay derecho», sostienen. «Peor ambiente, menos ganas».
También alertan de una rebaja en los contenidos, motivada más por factores sociales como las rede sociales, lo que les ha obligado a adaptar su metodología con materiales más breves: «Antes colgaba vídeos de 30 o 40 minutos. Ahora es imposible. Selecciono trocitos», comenta Velasco.

Una clase de Secundaria en un instituto gallego / Marta G. Brea
Las recetas: mayor unidad en los claustros y más «disciplina» en casa
La palabra «disciplina» aparece como un tabú. «Parece que suena a fascismo», ironizan varios docentes, que relatan cómo imponer normas básicas se convierte en una batalla contra compañeros, familias y el propio sistema. Denuncian que las nuevas corrientes pedagógicas —centradas en la psicología positiva y el refuerzo constante— han vaciado de sentido el concepto de límite. «Castigar está mal visto. Echas a un alumno cinco minutos fuera del aula y aparece otro profesor a consolarlo: ¿Qué te pasó, curriño?». Dicen que la falta de herramientas reales ha dejado a los docentes desprotegidos.
La convivencia también se resiente: las excursiones se han reducido y no se permite ir a los alumnos con partes por conflictividad, y eso ha generado críticas internas en los colegios por «segregar». La desunión del claustro empeora la situación. «Si no remamos todos en la misma dirección, esto se hunde», advierte una profesora que reconoce haber perdido la positividad que la caracterizaba. «No he hecho crack aún, pero estoy harta».
Hablan de un fracaso en cadena: alumnos que pasan de curso sin conocimientos básicos, profesores que aprueban por miedo a conflictos y familias que están ausentes o se enfrentan directamente al centro. «El aprobado del miedo existe. Para quitártelos de encima. Porque sabes que si suspendes, hay lío». «Nos adaptamos a los tiempos del niño, a todo lo que diga la pedagogía, aunque a veces sea tan ridículo que da risa», añade Velasco. ¿Soluciones?.
«No hay varitas mágicas, pero los actos deben tener consecuencias y regir el sentido común», concluyen. La profesora Rocío Paramá mantiene una visión aún esperanzada: «No todo está perdido. Si familias, profesorado y administración remamos en la misma dirección, se puede recuperar la autoridad pedagógica y construir un clima de convivencia saludable». ¿Queda margen para el optimismo? Hay silencio, pero también alguna luz en el horizonte. «En medio del caos, hay alumnos que se acercan a pedir permiso, que abrazan al profesor al acabar la clase, que escuchan, que aprenden..». Y eso, dicen, «aún justifica seguir luchando», confiesan.
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