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El búmeran del emigrante

Manuel Alonso y Cheikh Seck, en el monumento al emigrante en la Estación marítima en Vigo. Alba Villar

Ambos rozaban los veinte años cuando emprendieron una aventura migratoria que cambió sus vidas. Cheikh desde Senegal a mediados de los años 2000; Manuel, de Ourense a Holanda en 1965. Ambos en solitario. El mismo drama del desapego. Similar choque cultural. Eran mayores legalmente, pero, ¿adultos maduros? Similitudes, a pesar de las distancias de espacio y tiempo. Afán de superación, la primera. Cheikh llegó a Francia con pasaporte, pero poco más tarde pasó a España, donde ya vivía su hermano, y trabajó como “mantero”. Manuel llegó a los Países Bajos, donde ya estaba un tío suyo, con un trabajo en el que tendría que asumir algunas de las funciones más duras de la cadena de producción. “No todo es blanco o negro”, coinciden. También, al percibir la dureza e injusticia de las imágenes de Ceuta, que remarcan el drama migratorio en los países de origen.

De vender en el top manta a un tour por las verbenas gallegas. Iba allá a donde fuera la orquesta París de Noia para vender gafas de luces y merchandasing festivo. Dormía en una tienda de campaña forrada de cartones. Así, cada noche de verano. Luego fue camarero en un emblemático hotel compostelano, hasta constituir una cooperativa que funciona con tienda en A Laxe (Goree African Soul) en Vigo, donde vive desde hace 4 años. El camino del hoy empresario senegalés Cheikh Seck en Galicia no es típico ni tópico. Salió con 19 años de su Dakar natal tras haberse formado en Económicas y tener un trabajo. Pero quería un futuro mejor. Eran los años 2000 y él rondaba la veintena. “Lo afronté porque quería mejorar como persona y también ganarme lo mío”, reconoce. Su primer traspiés fue en Francia, a donde llegó con los documentos en regla y en avión. Pocos minutos de conversación delatan una máxima: la superación.

El ourensano afincado en Vigo Manuel Alonso Moure es el primero en llegar al monumento al emigrante en la Estación Marítima donde nos citamos. Ha sido emigrante al menos tres veces. Primero partió rumbo a Holanda en los años sesenta. Acababa el entonces obligado servicio militar y, macuto en mano, se convertía en otro rostro migratorio en la reconstrucción europea. Luego probaría suerte en Suiza, ya casado y con su mujer y, más tarde, otra vez en Holanda cuando tenía una hija. Ahora, con cinco nietos, Manuel sufre más si cabe al ver a niños cruzando a las playas de Ceuta: “Me resulta injusto”. Cheikh, de blanco impoluto, asiente con la mirada: “Lo que te cuentan de la emigración y la realidad es totalmente distinta”, reconoce con valentía. “Muchos de esos niños tienen que trabajar muy duro o pedir un préstamo para pagar el transporte y, la mayoría, lo hacen sin el conocimiento de sus padres”, indica. “Si intentan cruzar esa frontera y jugarse la vida, quizás sea por desesperación. Pero es imposible de controlar el flujo migratorio cuando en una costa como la de Galicia no se pudo controlar el contrabando o el narcotráfico”, reflexiona. El gallego Manuel Alonso aboga por una solución política al conflicto, que implicase mayor ayuda internacional a la cooperación en esos países. “No es fácil”, añade. En la retina de ambos está el abrazo de la trabajadora de Cruz Roja, Luna, a un inmigrante en Ceuta que se hizo viral (y, por otro lado, criticadísima).

Ceuta: la ciudad de los niños sin futuro

Ceuta: la ciudad de los niños sin futuro Video y Foto: José Luis Roca

Cheikh llegó a España de forma irregular desde Francia hace 13 años y trabajó como mantero –como se conoció aquel fenómeno que llenó las calles de CD en los años 2000–. Fue carne de redadas policiales y pasó las miserias de los indocumentados en las grandes ciudades: en Madrid vivió en una casa en ruinas con otros siete compañeros, que iban a Lavapiés cada vez que necesitaban asearse. Aquel negocio, desmiente, no pertenecía a ninguna mafia. Eso sí, había una regla no escrita de convivencia con los inquilinos: los tres primeros meses que un mantero nuevo vivía en la vivienda eran gratis. Luego, debería aportar al alquiler y las tareas.

Aprendió español escuchando la radio por las noches y a los tres años logró la residencia. “Me pasaba todas las noches oyendo Hablar por hablar y si no entendía alguna palabra, la apuntaba y luego preguntaba”, reconoce. “Toda mi vida he ido del trabajo a casa y de casa, al trabajo. Y he estado siempre estudiando”, defiende. Pero, harto de vivir de una actividad ilegal y de las continuas retiradas de la mercancía por la Policía, decidió pasar a vender bolsos y material no falsificado. Así llegó a Galicia y esta tierra le impactó y marcó un punto de inflexión. “Fue la mejor experiencia de mi vida”, alega. Y así, se formó en “mundología gallega” siguiendo el rastro de una orquesta y luego, en la hostelería.

“No se puede controlar la migración ilegal como tampoco se puede parar el narcotráfico”

Cheikh Seck - Senegalés asentado en Vigo

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Cheikh Seck en la Estación Marítima de Vigo Alba Villar

La aventura migratoria del senegalés no guarda relación con las imágenes de pateras. “Galicia me encanta y tengo planes aquí, pero tengo el deber de volver a mi país para desmontar a la juventud de allí la idea irreal con la que hemos crecido sobre la emigración. Ves a primos o hermanos que emigran y vuelven de vacaciones con mucho dinero. Es una realidad de la que no se habla. O, al menos, los que saben, no hablan”. De todos modos, Cheikh es partidario de regular la inmigración para evitar el caos. “Deberíamos de tratarnos todos como seres humanos que estamos en el siglo XXI y en una sociedad multicultural, pero también hay que educar en casa”. “Es verdad”, añade Manuel Alonso.

Cheikh con su familia en Senegal Cedida

¿Xenofobia? Quizás ambos hayan pasado lo mismo, pero lo minimizan. “No es racismo, es pura ignorancia”, opina el africano “y ocurre en todas partes”. “Desde mi punto de vista, hay mayor racismo entre personas que no han salido de su país ni convivido con otras culturas”. Entre las peores anécdotas, el senegalés recuerda una que le ocurrió en una pequeña fiesta cerca de Noia. Fue la gota que colmó el vaso y estuvo a punto de tirar la toalla. Mientras lo relata, suena la bocina de un barco. “Pasas circunstancias muy duras. Iba en autobús con la mercancía y no llevaba comida; solo mi tienda de campaña. Llegué tarde y los supermercados estaban cerrados, pero tenía dinero. Había solo dos bares. Entré en uno y pedí un café y un bocadillo. El dueño me dijo que no tenía comida para mí. Fue duro”, reseña. “No puedes quedarte con eso. Yo volvería a repetir la emigración. La experiencia del top manta me hizo el ser humano que soy y me permitió entender muchas cosas”, añade.

“En Holanda en 1965 me trataron mejor de lo que quizás nosotros recibimos hoy a los inmigrantes”

Manuel Alonso - Emigrante en Holanda y Suiza

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Manuel Alonso en la Estación Marítima de Vigo Alba Villar

“Puedo decir que en Holanda en 1965 me trataron mejor que quizás nosotros hoy tratemos a los inmigrantes; pero también asumí que nos daban los peores trabajos… Siempre hay racistas, pero por culpa de uno no puedes juzgar a todo el pueblo”, reconoce Manuel Alonso Moure. Con 22 años, este gallego emprendía el mismo camino que muchos jóvenes en aquella época. Con la misma edad que Cheikh, pero cuarenta años antes. El ourensano, natural de Xinzo de Limia y asentado en Vigo partió rumbo a la emigración a Holanda en el año 1965. Una diferencia de su periplo es que lo hizo por medio del Instituto Español de Emigración. “Nos impartían formación e íbamos con contrato”, explica. Así, enviaba algo de dinero a su familia desde Holanda; un camino que hizo dos veces. “Mi experiencia fue buena porque me encontré un país tolerante y porque me fui con todos los derechos, vivienda y trabajo”, reconoce. Manuel recuerda que uno de sus compañeros incluso le enseñó a conducir –ilegalmente– por aquella aldea, en las afueras de Amsterdam. Eso sí, el trabajo de Manuel en una fábrica de embutidos le llevó a uno de los puestos más duros de la cadena: cortar la cabeza de las reses porcinas. Lo aceptó. Incluso sufrió que en algún club privado vetasen la entrada de españoles. “Es porque no éramos socios. Siempre hay anécdotas”, dice sin darle importancia. Muestra fotografías de aquella época. Alrededor de una mesa, grupos de españoles brindan, pero pocos sonríen.

Manuel mostrando una fotografía suya ante la fábrica en la trabajó en Holanda Alba Villar

Luego probaría con la emigración interior gallega. De Ourense viajó a Vigo a trabajar en Citroën, tras la llamada de un familiar. Pero luego, repitió en los años 70. Ya casado y con su mujer. Manuel puso rumbo a Suiza por un breve período. Después, él volvería a Holanda, dejando ya a una hija en Galicia. Una experiencia más multicultural donde le apretaba la morriña. Por eso, se mantuvo un solo año. Primó la cercanía de los suyos, un valor que –en su opinión– está por encima de cualquier divisa.

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