A lo largo de los cuarenta años que hoy cumple la Constitución Española de 1978, no han sido pocos que la han comparado con la de 1812, "La Pepa", no tanto con su contenido y -por supuesto- tampoco por la época cuanto por la relativa similitud de las circunstancias. Y es que ambas nacieron para regular la convivencia en situaciones que bien podrían calificarse de extraordinarias. Aquella, la de Cádiz, se redactó y aprobó durante la Guerra de la Independencia, cuando -curiosamente- los padres de aquella Carta incluían en su texto las ideas y los principios a los que dieron vida los hijos de la Revolución Francesa a los que combatían en su propia tierra. La libertad, la igualdad y la fraternidad estaban en "La Pepa", pero impregnándola, no definiéndola.

La de 1978 surgió no en tiempo de guerra, sino para poner fin a la memoria de otra, una memoria que duraba ya casi cuarenta años y que tuvo que esperar a la muerte de un general, Francisco Franco, causa principal de la derogación de la última Constitución democrática hasta la Transición, la de la II República. La de Madrid, la de 1978, se negoció y se aprobó para garantizar una convivencia casi permanentemente amenazada por lo que la historia refleja: guerras cruentas y posguerras violentas. Absolutistas contra liberales, carlistas frente a isabelinos, militares sublevados negando legitimidad a una República que nació democrática y devino revolucionaria... El Constitucionalismo español fue un intento reiterado de hallar un antídoto contra la violencia que no siempre dio el resultado que se pretendía. 1978 es -por ahora- el ensayo más reciente.

Galicia era, al fallecer la dictadura, un cruce de sentimientos y aspiraciones distintas y enfrentadas. Estaban los que apoyaban una Transición o, como se decía entonces, La Reforma, frente a los que apostaban por un cambio radical, que no quería decir violento, aunque algunos, muy pocos, no lo descartaban. Un elemento común, difuso para muchos, caracterizaba a una mayoría que se consideraba "gallega", pero quizá no antes que "española", y en todo caso reclamaba una singularidad al menos tan reconocible como la vasca o la catalana. Y que se asentaba, como ellas, en una base jurídica: el Estatuto de 1936, aprobado pero no ratificado por la ciudadanía a causa, ese año, de la sublevación militar. Por eso, Galicia hubo de esperar 42 años para que aquella singularidad se convirtiese en Autonomía. Una larga paciencia, que dicen está entre las virtudes de la población del Finis Terrae.

Ese es, probablemente, el mejor significado y el mayor valor que la Constitución de 1978 tiene para Galicia: la devolución de un reconocimiento definitivo de su singularidad y la consolidación de una convivencia basada en la reforma antes que en la ruptura. Y, además, situada junto a Euskadi y Cataluña en el rango de "nacionalidad histórica", una titulación nueva que superaba lo hasta entonces logrado. Fue la consecución de las aspiraciones de bastantes de los que se consideraban desde siempre "galeguistas", pero de casi ninguno a los que, entre otros motivos, la represión franquista -pero quizá solo como empujón final a una larga trayectoria que apuntaba a eso desde su inicio- había transformado en "nacionalistas".

Antes y durante ese camino, fueron uniéndose a lo que es todavía una larga marcha quienes en el tiempo constitucional eran jóvenes, audaces e inconformistas: allí estuvieron Xosé Manuel Beiras, Camilo Nogueira, Miguel Barros, Pilar García Negro, Bautista Álvarez, Francisco Rodríguez y muchos otros. Y se confirmaron entonces lo que algunos creyeron "discrepancias irreconciliables" y otros tan solo -y nada menos- "visiones distintas" entre, por ejemplo, Castelao y Piñeiro.

Fue la bifurcación del galleguismo en su interpretación generalizada hasta entonces: a partir de ese momento, la referencia fue el concepto de nacionalismo, ya existente, pero reducido a círculos de la oposición política. La censura convertía buena parte de la vida normal en otros lugares en una "longa noite de pedra", en definición de Celso Emilio Ferreiro. Una larga noche que se terminó con la Constitución, ratificada en referéndum posterior por los ciudadanos, aunque con escasa participación ciudadana, en abrumadora cifras a favor del "sí" en Galicia e incluso en Cataluña, mientras el País Vasco se inclinó por la abstención. Datos significativos para la radiografía política de una España que se despertaba en democracia tras el respaldo a un texto que regulaba derechos y deberes e inventaba una nueva ordenación territorial, el Estado de las Autonomías, para "acercar la Administración al administrado" como primer objetivo formal, pero, sobre todo, para abordar el problema grave de las históricas tentaciones independentistas, entonces menos explícitas, pero vivas desde el siglo anterior e incluso más atrás, de los nacionalismos periféricos vasco y catalán.

Queda dicho que existía, con peso jurídico heredado de la II República, el gallego, que obtuvo rango propio con su Estatuto de Autonomía, aunque se necesitó una extensa movilización en las calles para evitar el "aldraxe" que supondría el que su texto dispusiera una significativa reducción de competencias y menores márgenes de autogobierno que los de las otras dos nacionalidades históricas.

La izquierda gallega, más partidaria de la ruptura que de la reforma -desde la ANPG, precedente del Bloque, hasta el PSOE, el PSG y algunos grupos menores-, se atribuyó, junto a los sindicatos emergentes y las muy activas Comisiones Obreras, casi en exclusiva el protagonismo de la reacción popular que llevó al partido gobernante en España, la Unión de Centro Democrático, dirigido por Adolfo Suárez y con una clara victoria en las elecciones generales de 1977 en las cuatro provincias de este antiguo Reino, a modificar el inicial proyecto estatutario después de un enfrentamiento interno.

Choque centrista

El choque de los centristas, hegemónicos entonces en Galicia, amenazó con dividir la UCD gallega en "azules" -como Jesús Sancho Rof, ministro y diputado por Pontevedra- procedentes del antiguo Movimiento Nacional y "autonomistas" -en definiciones utilizadas sobre todo en el argot sociopolítico de entonces- como Meilán Gil, Suárez Núñez, Antonio Rosón, Víctor Moro y otros muchos, que lograron desde dentro un Estatuto "digno". El episodio demostró que el deseo de cambio representado por los sectores más dinámicos del régimen anterior no era un patrimonio exclusivo de la hasta entonces oposición al franquismo y las elecciones de 1977 y 1979 ratificaron el respaldo de la ciudadanía a las posiciones moderadas a favor de la reforma antes que a las de la ruptura. O sea, lo que ahora pretenden modificar muchos de los que, poco más tarde -en 1982, ya casi extinta la UCD- defendían desde el PSOE el cambio "profundo, pero sensato", con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, hoy muy críticos con la dirección socialista, cuya victoria -abrumadora: 202 escaños en el Congreso- supuso el fin de la Transición, según dijeron muchos analistas.

(Cuanto se deja dicho en esta crónica es solo una visión personal y, por tanto, la opinión del autor, testigo en todo caso, desde la Redacción de FARO de no pocos de los acontecimientos que se sucedieron desde antes de la muerte de Francisco Franco hasta ahora. Se narran, y se interpretan, hechos, por lo que es posible que esa interpretación no sea compartida -con todo derecho- por otros, acaso protagonistas, de esos hechos...).