Un grupo de desaprensivos intentó retener -por fortuna, sin éxito- a la expresidenta de Madrid Esperanza Aguirre, aprovechando que había desamparado su coche mientras sacaba dinero para una partida de bridge.

Famosa por su resolución de carácter, Aguirre eludió a los acosadores mediante un audaz volantazo y solo al llegar a su casa cayó en la cuenta de que llevaban uniforme. No hay mal que por bien no venga. Gracias a esa feliz conjunción de circunstancias hemos asistido, por fin, al espectáculo de una dirigente conservadora que pone a caer de un burro -o de una moto- a la policía.

Como si fuera un ciudadano del común apostado en la barra de un bar, la líder del PP madrileño culpó a los guardias de tráfico por enviciarse con las multas, aparcar mal las motos y observar un comportamiento machista y probablemente leninista.

Ha tenido que ser, en fin, uno de esos políticos generalmente tan denostados, el que pusiera en su sitio a los policías desfachatados que fríen a multas al pueblo. Aguirre, a la que algún malvado calificó de "cólera de Dior" por su condición de aristócrata, ha demostrado que sintoniza con las preocupaciones de la gente; aunque para ello tuviera que emplearse con la contundencia de El Vaquilla al volante.

Alguien tenía que decirlo: y quién mejor que Esperanza Aguirre, famosa por su facundia y por ese talante chulesco que solo los miembros más distinguidos de la aristocracia pueden exhibir sin complejos en España.

El carisma de la intrépida automovilista la llevó a ganar elecciones por ancha mayoría, pero no solo eso. Antes de que tal sucediera, ya se había ganado la gloria televisiva -mucho más importante- al conseguir que un famoso programa de sátira le dedicase toda una sección para ella sola bajo el título: "El rincón de Espe". Allí la sacaba semana tras semana Pablo Carbonell cada vez que la entonces ministra de Cultura soltaba alguna de sus ocurrencias por la boca.

Nunca se supo sí se hacía la tonta o no tenía demasiadas dificultades para asumir tal papel; pero eso importa poco. Gracias al rincón de popularidad que le proporcionó "Caiga quien caiga" -programa dirigido por Wyoming-, Aguirre lograría darse a conocer en toda España. De ahí a la presidencia de Madrid ya solo mediaba un paso.

Los políticos de rompe y rasga que todo lo arreglan en dos patadas -o con un golpe de volante- son parte de la tradición española más castiza; aunque ahora estén más de moda en Venezuela que por aquí. Aguirre ya había exhibido profusamente su casticismo al vestirse de chulapa en las impostadas verbenas de San Isidro y al celebrar, como liberal, la victoria de los frailes y la Inquisición sobre los principios de la Ilustración que traían los soldados napoleónicos en sus mochilas.

Ahora ha pasado de liberal a libertaria en una acción que acaso se sientan tentados de imitar sus seguidores, gente de orden en general. A partir del incidente en la Gran Vía, la desobediencia a la autoridad -que es un delito y a la vez un principio ideológico- se va a abaratar considerablemente merced al formidable impulso que le ha dado una lideresa que hace apenas una semana pedía a los manifestantes "respeto" a la policía.

Habrá que ver cuántos infractores del Código de la Circulación se acogen o no a la novedosa "enmienda Aguirre" para huir impunemente de los guardias. Con tan ilustre antecedente, va a ser difícil reprochárselo.

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