"La verdad, como principio, es para mí el más elevado valor espiritual del ser humano. Los gobernantes que engañan a sus pueblos cometen la más criminal de las traiciones. Cometen el crimen de lesa patria. ¡No más lavados de cerebro, no más imperios azules, no más imperios rojos!" Quince años de cautiverio en las estepas soviéticas esculpieron esta conclusión en la mente de José Romero Carreira.

Este ourensano había desembarcado en Leningrado (hoy San Petersburgo) junto a un cargamento de cuernos bovinos para fabricar botones. Era el año 1938 y llevaba consigo una maleta y un sueño: convertirse en piloto para luchar al lado de la República –que recurrió a la URSS para formar aceleradamente a ases del vuelo con los que intentar compensar su desigualdad armamentística frente a los sublevados–. Su llegada a la entonces Unión Soviética fue ya una cuestión de suerte, porque antes de embarcarse tenía que cubrir la distancia que separa Murcia, donde ya estaba formándose como piloto, hasta Sabadell, y le cambió el turno a un compañero. "Nunca llegó. Al sobrevolar zona nacional fue abatido", cuenta en sus "Memorias inéditas".

Este diario es ahora en parte público gracias a la investigación realizada por la hispanogermana Carmen Calvo Jung, que –aunque se dedica a la conservación y restauración del patrimonio– se empeñó en rescatar del "olvido" a los que, como su padre, José Calvo, fueron enviados por la República a Kirovabad para convertirse en pilotos. Lo que no sabían los miembros de esa última expedición es que no volverían a pisar su patria hasta 1954 y que para eso haría falta que se muriese Stalin y que, tras muchos rifirrafes y complicaciones, organizaciones internacionales reclamaran su repatriación, gracias también, en parte, a las gestiones de Romero. Y mientras tanto, como él, algunos de esos pilotos, que fueron enviados allí con poco más de 20 años, probaron en su carne los gulags estalinistas. Su historia está ahora recogida en el libro de Carmen Calvo Jung "Los últimos aviadores de la República. La cuarta expedición a Kirovabad", coeditado por el Ministerio de Defensa y la Fundación Aena.

De los alrededor de 180 pilotos que conformaban la última de las expediciones a la 20ª Escuela de Aviación de Kirovabad –y cuya formación, según un coronel de la época, costaba a la República 180.000 pesetas-oro por cabeza–, 33 se negaron, al tener la noticia de la derrota del gobierno legítimo, a integrarse en la vida de la Unión Soviética –en algunos casos como espías y en otros como miembros del Ejército ruso, y como tales combatieron en la Segunda Guerra Mundial–. Por el contrario, exigieron la salida para exiliarse en un "país de su elección", según relata Calvo Jung. Muchos no lo lograron. Entre ellos doce, Romero también, cuya estancia se prolongó 15 años de trabajos forzados en los gulags soviéticos.

España no movió demasiados hilos para defender a los prisioneros que habían luchado del bando de la República. Y ni el buen talante de México, que estaba dispuesto a aceptar a los pilotos, ni la diplomacia nazi, que vivía antes de la Guerra Mundial una edad de oro con Stalin, lograron sacar de la URSS a los republicanos, que sufrieron incontables presiones de los soviéticos para permanecer en el país, primero disfrazadas de caramelo –internamiento en casas de reposo–, y luego ya, sin disimulos, soportaron el envío a los gulags. José Romero fue uno de los que llegó hasta el final.

Pero para los títulos de crédito de su pesadilla hubo que esperar hasta 1954 y a que el buque "Semíramis" devolviese a España a 286 presos de guerra, entre ellos a 12 pilotos republicanos, a los que se negó los honores que fueron reservados a los franquistas de la División Azul. Pero antes aún le esperaban muchas aventuras y –sobre todo– desventuras en las que demostró su heroísmo.

Fue la llamada de auxilio de José Romero para liberar a los internados españoles del campo de Kok-Usek y entregada por la francesa Madeleine Clément al Gobierno de la República en el exilio de París, la que circuló por todo el mundo como nota de prensa publicada por la FEDIP (Federación Española de Deportados e Internados Políticos).

Ese mensaje le costó a Romero más represiones, afirma Calvo Jung. Fue trasladado a un campo de alemanes y su situación física, y sus nervios, "se iban deteriorando por momentos". "La escasez de comida y de poca nutrición, añadidas a la hepatitis, hacían que mi estado vital no contase como otras veces con aquella energía y lucidez que me había distinguido siempre en los enfrentamientos con los esbirros", cuenta. "Era extenuador tener que aguantar como acusado todo aquel acoso de perros furiosos, cuando me asistían todos los derechos para ser yo el acusador", añade.

En su "eterno peregrinar por los campos rusos", como él mismo dice, acabó en uno donde también había soldados franquistas de la División Azul. Tras superar las reticencias iniciales, les ayudó a montar una huelga de hambre para lograr reivindicar el derecho a una relación con carta con sus familias, ya que según la escritora Carmen Calvo, los españoles eran los únicos a quienes estaba vedado este privilegio. La ayuda a los franquistas le costó cara. En 1952 un tribunal le condenó por "incitación al sabotaje" y a la "rebelión contra la Unión Soviética". Además, se le acusaba de "promover entre los soldados" de Franco "analfabetos el estímulo para que se alfabetizaran". "Cuando el juez me leyó aquella parte no pude menos que decirle: "Eso me honra! Haber logrado convertir aquellos campos de miseria, embrutecimiento y degradación moral en una universidad, fue sin duda la hazaña más sobresaliente de mi vida", afirma.

Cuando llegó renunció a la ayuda del Gobierno para labrarse su futuro. Aún le esperarían decepciones, ya que cuando superó el examen de la ONU para ser traductor en Nueva York, vio que no podía por su condena como preso político y "enemigo" de un país miembro, la URSS, explica Carmen Calvo. José recurriría a sus conocimientos para emplearse en el sector turístico y luego trabajaría como traductor para varios ministerios, pero mientras duró la dictadura su pasado le condenó a estar siempre bajo control policial.