Crecer cuando los padres se separan: donde termina la pareja, la familia continúa
Las rupturas de pareja son más frecuentes que hace unas décadas y también más visibles. Expertos en salud emocional analizan el impacto del divorcio en los hijos, el papel de la escuela en su acompañamiento y cómo los padres pueden cuidar de sí mismos para cuidar mejor de ellos

El fin de una pareja puede ser también el comienzo de una nueva manera de ser familia. / Envato
Hay vínculos que cambian de forma sin desaparecer. El fin de una pareja puede ser también el comienzo de una nueva manera de ser familia. El psicólogo clínico, Ricardo Fandiño Pascual, coordinador general de ASEIA (Asociación para a Saúde Emocional na Infancia e a Adolescencia), lo resume con claridad: «Para nuestros abuelos, un divorcio era casi impensable; las relaciones se mantenían por sacrificio y por el deber de permanecer. Hoy se acepta como una alternativa plausible cuando uno no se siente cómodo con su pareja».
En la misma línea, el orientador y psicólogo, Román Marín, considera que no estamos ante una crisis de la familia, sino ante una transformación. «Las uniones actuales ya no se sostienen sobre el deber o la permanencia a cualquier precio, sino sobre el proyecto compartido y el bienestar. Cuando la convivencia se vuelve dolorosa o inviable, separarse se vive como una opción legítima».
Este cambio cultural, explican ambos, no es menor. Implica pasar de un modelo de pareja centrado en el deber y la resistencia a otro donde el bienestar emocional y la autenticidad se vuelven prioritarios. Las nuevas generaciones ya no entienden la ruptura como un fracaso, sino como un posible punto de inflexión. Sin embargo, aunque se haya normalizado socialmente, el divorcio sigue siendo una experiencia que remueve y exige un proceso de adaptación emocional, sobre todo cuando hay hijos de por medio.
Los expertos coinciden en que el impacto del divorcio no depende tanto del hecho en sí como de la manera en que se gestiona. Fandiño subraya que las consecuencias «van muy de la mano de la gestión del estrés». En la infancia pueden aparecer regresiones, comportamientos más infantiles o síntomas de tristeza; en la preadolescencia surgen conductas de ira y conflictos, y en la adolescencia, si el proceso se vive con hostilidad entre los adultos, pueden aparecer reacciones de rebeldía o incluso de riesgo. Para Marín, lo esencial es ofrecer al niño una explicación comprensible: «Los hijos necesitan entender lo que pasa desde una narrativa que puedan sostener. Si no se les ofrece esa coherencia, lo rellenan con fantasías o culpas propias».
«Ningún niño debería ser portador del conflicto ni depositario del malestar de sus padres»
En cada etapa, el niño vive la separación de manera diferente. Los más pequeños tienden a pensar que hicieron algo mal o que podrían haber evitado la ruptura; por eso necesitan seguridad y estabilidad cotidiana, rutinas que les digan que la vida continúa. En la preadolescencia, cuando se afianzan las identidades y surgen lealtades divididas, necesitan ser escuchados sin ser puestos en el centro del conflicto. Y en la adolescencia, cuando todo se mide desde la búsqueda de sentido y coherencia, la separación puede vivirse como una traición o una pérdida de ideales. «Más que grandes explicaciones, los adolescentes necesitan adultos coherentes que reconozcan su dolor sin dramatismos», señala Marín.
El entorno familiar también modula la forma de afrontar la ruptura. Tener hermanos puede ser un apoyo importante: comparten el desconcierto, se acompañan y se dan sostén mutuo. Pero, como advierte Fandiño, a veces el mayor asume un rol protector o incluso parental sobre el pequeño, lo que se conoce como «parentificación». En los hijos únicos, por el contrario, la soledad puede ser mayor.«Se ven más expuestos a las emociones de los adultos y corren el riesgo de convertirse en confidentes o mediadores», añade Marín. «Ningún niño debería ser portador del conflicto ni depositario del malestar de sus padres».
Las señales de que un niño no está gestionando bien la separación pueden ser sutiles o evidentes, pero casi siempre se manifiestan en el comportamiento: cambios bruscos en el rendimiento escolar, irritabilidad, retraimiento, regresiones o somatizaciones. Para Marín, no se trata de patologizar el malestar, sino de estar atentos a cuando el dolor queda sin palabras ni acompañamiento. «El silencio puede ser un grito», afirma. Fandiño coincide y recuerda que la escuela ocupa un lugar privilegiado para detectar esos signos: «El colegio es un entorno donde se pueden observar cambios de ánimo o de rendimiento, y desde ahí acompañar con empatía puede resultar una gran ayuda».
La escuela, de hecho, juega un papel relevante en el acompañamiento emocional. No tiene por qué intervenir en lo privado, pero sí puede ofrecer contención. «Un docente informado puede comprender mejor ciertas reacciones y ofrecer un gesto protector. A veces basta con decir: “Si necesitas hablar, estoy aquí”», comenta Marín. Fandiño insiste en que los orientadores y tutores son figuras clave: los niños deben sentir que pueden contar con ellos, que hay adultos que los escuchan sin juzgar. Para ambos, los centros educativos deberían promover una cultura de cuidado emocional, con formación en duelo, separación y conflicto familiar, además de ofrecer flexibilidad y recursos a las familias.
Entre los adultos, la emoción más frecuente en un proceso de divorcio es la culpa. Muchos padres temen estar dañando a sus hijos, y ese sentimiento, si no se maneja bien, puede generar más sufrimiento. «La culpa aparece cuando los adultos sienten que rompen algo esencial», explica Marín. «Pero hay que transformarla en responsabilidad: no se trata de evitar el dolor, sino el sufrimiento añadido que nace del enfrentamiento. Acompañar la tristeza del hijo y reconocer los límites ya es un acto de cuidado».
Fandiño, por su parte, suele plantear a los padres una pregunta sencilla pero reveladora: «¿Cómo crees que tus hijos serán más felices: viéndote infeliz con tu pareja o viendo que ambos estáis bien, aunque por separado?».
Para él, enseñar a los niños que la vida incluye cambios y que estos pueden afrontarse con respeto y comunicación es un aprendizaje esencial. «No podemos convertir a los niños en figuras de cristal. Si les ayudamos a comprender lo que ocurre, incluso una ruptura puede convertirse en una oportunidad de crecimiento».
Errores frecuentes
Ambos psicólogos coinciden también en señalar algunos errores frecuentes. Uno de ellos es la falta de claridad. A veces, en el intento de protegerlos, los padres evitan hablar del tema, pero el silencio puede volverse más dañino que la propia noticia. «Cuando no se les da información, los niños completan los vacíos con su imaginación», explica Fandiño. «Pueden pensar que la separación es culpa suya porque un día hicieron algo mal o provocaron una discusión. En su cabeza, esa pequeña anécdota se convierte en el detonante de todo».
Marín añade otro riesgo: dejar que el conflicto entre los progenitores invada el espacio del hijo. «El niño no necesita tomar partido ni conocer los detalles de la ruptura. Su lugar no es el del aliado ni el del juez, sino el del hijo que puede seguir queriendo a ambos sin culpa».
La forma de comunicar la separación resulta, por tanto, crucial. Fandiño aconseja hacerlo juntos siempre que sea posible, con un tono claro y empático.«Conviene anticipar los cambios prácticos: cuándo estará con cada progenitor, cómo se organizarán las rutinas, quién le llevará al colegio. Esa previsibilidad da seguridad. Y si se puede transmitir desde la amabilidad, el mensaje que recibe el niño es que la ruptura de la pareja no implica la ruptura de la familia».
Marín coincide y propone centrarse en lo permanente: «Decir la verdad adaptada a su edad y garantizar lo esencial: seguimos siendo tus padres». Con el paso del tiempo, lo que marcará la diferencia no será tanto la ruptura en sí como la relación que los progenitores logren mantener después. «Lo decisivo no es la separación, sino el conflicto persistente», afirma Marín. «Los hijos se adaptan si perciben respeto y cooperación. Cuando hay hostilidad constante, viven en alerta y se convierten en rehenes emocionales». Fandiño lo complementa: «La comunicación sana y la coherencia son fundamentales. Si los niños saben qué va a ocurrir y qué se espera de ellos, sienten que el mundo sigue teniendo orden».
Al final, tanto Marín como Fandiño coinciden en que el divorcio, aunque doloroso, puede vivirse como una oportunidad para reconstruir vínculos de otro modo. Separarse no tiene por qué significar romper la familia, sino redefinirla. Mantener rutinas, evitar mensajes contradictorios y no pedir a los hijos que llenen vacíos son gestos que protegen. «Cuando los adultos transforman el vínculo sin destruirlo -dice Marín-, los hijos comprenden que los lazos pueden cambiar sin desaparecer».
Esa quizás sea la gran lección que deja toda separación bien acompañada: que el amor no siempre consiste en permanecer juntos, sino en cuidar desde la distancia y sostener lo esencial incluso cuando la forma se transforma. Que separarse, en definitiva, también puede ser una manera de cuidar.
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