A Debate

Premiar o no premiar, 
¿es esa realmente la cuestión?

La psicóloga Belén Montesa Lou pone el acento en validar el esfuerzo por encima del resultado y aconseja priorizar las experiencias compartidas frente a los estímulos materiales

«Nuestra función es construir recuerdos de una infancia en la que fueron cuidados y en la que el amor incondicional les enseñó que el fracaso es una oportunidad de aprender»

Premiar o no premiar, ¿es esa realmente la cuestión?

Premiar o no premiar, ¿es esa realmente la cuestión? / SHUTTERSTOCK

María Bueno

María Bueno

Vigo

Queremos reforzar sus comportamientos positivos, motivarlos para que realicen sus tareas, lograr que nos obedezcan, fomentar su responsabilidad, establecer un vínculo afectivo o incluso aliviarles. Y entonces, vamos y lo hacemos: les damos un premio. Pero, ¿nos hemos detenido a pensar si realmente estamos contribuyendo a su desarrollo o si simplemente estamos eligiendo el camino que nos resulta más fácil?

Una vez más y como en todos los artículos de esta serie, no se trata de juzgar a las familias, sino de compartir conocimientos y técnicas que nos ayuden en ese complejísimo camino —probablemente el mayor desafío vital de muchos padres y madres— que es el de acompañar con éxito a una persona desde la infancia hasta la edad adulta; ese gran reto, tan hermoso como abrumador a veces, que es el de criar.

Lo cierto es que cada vez son más las voces que advierten sobre los riesgos de premiar de forma sistemática — y a veces incluso aleatoria— a nuestros pequeños y pequeñas seres humanos. La dependencia constante de recompensas externas puede debilitar la motivación intrínseca, provocar dificultades en la autoestima, generar expectativas distorsionadas y fomentar una dependencia de la validación externa en la vida adulta.

«Como ocurre con tantas otras cosas en esta vida», comenta la psicóloga Belén Montesa Lou, «el premio, para resultar eficaz, debe ser algo excepcional». «De lo contrario», desarrolla, «corremos el riesgo de que el niño o la niña asocie el esfuerzo a una recompensa externa y no se desarrolle su motivación intrínseca, que es lo que realmente nos interesa a los padres y a las madres».

Así y para fomentar «esa motivación interna, propia, para hacer las cosas bien, ya sea aprobar un examen, dormir solo o cualquier otro aspecto», la experta apunta a «estrategias mucho más eficaces y saludables» como son el refuerzo verbal y la validación afectiva, el propio modelado a través de nuestro ejemplo o los juegos reparadores; e insiste en la importancia de «priorizar siempre las experiencias compartidas frente a los incentivos materiales». 

«La validación favorece la motivación intrínseca y la autoestima, mientras que lo material solo aumenta mis niveles de dopamina»

«Funciona muchísimo mejor porque les permite integrar que sus acciones contribuyen a su propio crecimiento y desarrollo y, además, promueve una percepción positiva de sí mismos», describe la psicóloga, que añade cómo mientras que un premio material «simplemente aumenta mis niveles de dopamina y fomenta que haga las cosas por poseer algo que yo deseo»; la validación «consigue que mi identidad, mi forma de mirarme a mí mismo, se modifique hacia lo positivo; que aumente, en definitiva, mi autoestima». 

Concreta además que esta validación ha de ser real, coherente y libre de exageraciones. «No vamos a decirle ‘eres el mejor’, sino ‘estoy muy contento de lo que has conseguido y de todo lo que te has has esforzado’». La razón, apunta, es que ser el mejor «tampoco es que te vaya a servir de mucho en la vida». Lo que sí ayuda es «entender que el mundo es difícil y que los resultados no siempre llegan a la primera». Lo que realmente beneficia a los niños es aprender a «saber frustrarse».

Por ello, en momentos como el de entrega de notas que se avecina, o en otras áreas como las competiciones deportivas, y más allá del debate premios sí o premios no, la experta insiste en la importancia en que les dejemos claro que lo que se valida — o premia en su caso— es el esfuerzo y no tanto el resultado: «Eso es lo que logrará que se sientan menos solos, más acompañados en las dificultades; y que comprendan que no solo es válido el que gana». 

«’Ser el mejor’ no es que nos sirva de mucho en la vida. Comprender que el mundo es duro y saber frustrarse, en cambio, sí»

En este sentido, recuerda que otra de las estrategias claves fundamentales y «que muchas veces menos se tiene en cuenta» es «el modelado, la imitación». «Los niños son absolutamente observadores de cómo los adultos reaccionamos cuando las cosas no nos salen bien», recuerda Montesa, que habla en una dirección y su contraria cuando nos aconseja hablarnos bien y relativizar los fracasos, pero también los éxitos. «Si no, corremos el riesgo de que piensen: ‘solo se me va a querer si soy súper bueno en esto o esto otro’», advierte y opina: «No tenemos que educar desde el rendimiento, sino desde el acompañamiento, lo afectivo y el esfuerzo. Es muy importante que sientan que nuestro amor es incondicional».

Por otro lado y más allá de los rendimientos académicos, deportivos o artísticos, qué ocurre cuando utilizamos los premios para extinguir un comportamiento que no nos gusta o reforzar otro que sí creemos conveniente. Para la experta, lo primero es «analizar y comprender las causas de ese comportamiento» y, a partir de ahí, plantear al niño o la niña «un juego reparador». «Si un niño sale corriendo por la calle y no da la mano y tenemos miedo de que cruce en rojo, podemos proponerle el ‘juego de los pies quietos’», ejemplifica y redunda: «Transformar el aprendizaje en un juego suele funcionar muy bien». 

Y qué pasa si hemos abusado de los premios en la educación de nuestros hijos o hijas y ahora queremos «desintoxicarles». Podemos hacerlo, por supuesto, pero teniendo en cuenta que la clave está en sustituirlos gradualmente por valoraciones verbales, que es importante hacer este cambio poco a poco, explicárselo a los niños para que entiendan el proceso y ser conscientes también de que les va a costar: «Hay que sostener también el enfado y la frustración y el malestar de los hijos». 

Montesa Lou no quiere despedirse sin recordarnos a todos la importancia de priorizar las experiencias compartidas sobre los regalos materiales. «Mi abuela decía: La mortaja siempre va con los bolsillos vacíos», sonríe. «La mejor herencia que podemos dejarles no son cosas, sino las experiencias que hemos vivido juntos, que se quedan tatuadas en su memoria emocional. Ningún niño sustituye un premio a la posibilidad de estar con la gente que le quiere haciendo cosas que le gusten», insiste y se despide: «Nuestra función es construir recuerdos de una infancia en que la que fueron cuidados, con adultos accesibles, cariñosos y compasivos; con adultos que ponían normas, límites, sí, por supuesto, pero que también supieron enseñarnos que el fracaso es una oportunidad de aprender, que no todo se tiene que hacer bien a la primera y que el objetivo de esta vida no es ganar, sino vivir».

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