Enseñar: una materia con aprobado y suspenso
Entre la vocación que impulsa y el desgaste emocional que amenaza con frenarla, docentes de distintas etapas educativas relatan cómo se sostiene una profesión tan apasionante como exigente

La vocación convive cada vez más con el desgaste emocional en una profesión marcada por la entrega. / FdV
Gabriela Barreiro
Hay niños que juegan a ser astronautas, médicos o cantantes. Mariló jugaba a ser profesora: subrayaba libros frente al espejo y explicaba en voz alta a un público imaginario. Años después, tras casi cuatro décadas en el aula, sigue convencida: «Si volviera a nacer, elegiría la docencia cien veces».
La vocación, esa chispa difícil de medir, aparece al inicio de casi todas las historias docentes. Luz Chiarroni dejó atrás el periodismo cuando descubrió que lo suyo eran los niños: «Cada día es diferente; es imposible aburrirse». Julio Trashorras heredó la tiza familiar y el ejemplo de un profesor que le mostró la parte más luminosa del oficio. Y Ángel M. Fernández, que llegó más tarde a las aulas, encontró en ellas «la mejor forma de seguir aprendiendo».
La parte más cruda de la docencia
Pero la vocación no es un chaleco antibalas. En los últimos años, la conversación sobre el estado de la educación ha adquirido un protagonismo creciente. No solo por las reformas curriculares, los cambios legislativos o la irrupción de nuevas metodologías, sino por un factor menos cuantificable: el estado emocional del profesorado. Voces de docentes que hablan de cansancio, frustración o desgaste circulan con frecuencia en redes, medios y estudios especializados.
«Nuestra profesión es de las más expuestas al desgaste emocional; en los últimos años lo notamos cada vez más»
Según el último informe del Defensor del Profesor del sindicato ANPE, correspondiente al curso 2023-2024, el 69,9% de los docentes atendidos presentaron síntomas de ansiedad, el 13,4% fueron diagnosticados con depresión y el 16,1% se encontraban de baja laboral. «Nuestra profesión es de las más expuestas al desgaste emocional; en los últimos años lo notamos cada vez más», constata Julio Trashorras, con veinticuatro años de docencia a sus espaldas y hoy Defensor del Profesor en Galicia, acostumbrado a recibir llamadas de colegas «con sensación de colapso».
El desgaste no viene solo de enseñar. Trashorras apunta a varios frentes que minan la energía del profesorado: una burocracia que crece sin freno, la presión de algunas familias que no siempre logran canalizar su preocupación de forma constructiva, y un alumnado con necesidades cada vez más diversas para el que no llegan los apoyos prometidos. A todo ello se suma la huella de la pandemia, que obligó a transformar en tiempo récord la educación presencial en digital, mientras muchos profesores hacían malabares para atender también a sus propios hijos en casa. Pero hay un factor aún más inquietante: el aumento sostenido de problemas de salud mental entre el alumnado, con más casos de autolesiones, ansiedad severa e incluso intentos autolíticos. «Esto ya no es solo un reto pedagógico», advierte, «es una emergencia social que necesita respuesta urgente».
«Me costaba entender cómo alguien puede despreciar algo tan valioso como aprender»
También Ángel María Fernández, que dejó la docencia tras quince años, recuerda cómo el desgaste se fue acumulando de forma casi silenciosa, imperceptible al principio. En los últimos cursos redujo su jornada laboral —una decisión que en teoría debía aliviar la carga—, pero ni siquiera eso logró devolverle el entusiasmo. «Me di cuenta de que cada año tenía menos ganas de entrar al aula», confiesa. Lo que más le afectaba no eran los contenidos ni el esfuerzo didáctico, sino algo más difícil de gestionar: el clima emocional del aula. «Las faltas de respeto me afectaban mucho. Lo que más me crispaba era el desdén por el conocimiento y la violencia entre alumnos. Me costaba entender cómo alguien puede despreciar algo tan valioso como aprender».
Esa tensión diaria, sostenida en el tiempo, acabó por fracturar algo en su interior. Hoy, ya fuera del instituto, sus propuestas tienen un tono práctico pero firme: más profesorado de apoyo, grupos reducidos, libertad para que los centros diseñen proyectos propios y una idea provocadora pero lógica: que los mejores docentes se encarguen de los grupos más complejos. «Los buenos alumnos casi que se las apañan solos», sostiene. Allí donde hay más dificultad, dice, es donde hace más falta una vocación fuerte y herramientas pedagógicas sólidas.
De ese desgaste nació también la necesidad de narrarse. Ángel convirtió su experiencia en un libro, 'Había del verbo a ver', en el que aborda sin adornos la parte más cruda de la docencia. Escribir, cuenta, fue su forma de sostenerse, de dar sentido al cansancio y a la desilusión. «Poner palabras a lo que sientes ayuda a entender lo que te pasa», reflexiona. Aunque no está seguro de que cure, sí cree que escribir lo salvó de una ruptura emocional mayor.
Más allá del temario
Ambas caras conviven en el aula. La enseñanza sigue ofreciendo, dice Trashorras, «muchas satisfacciones», aunque ya no basten por sí solas para compensar el desgaste diario. Mariló lo resume con una lucidez desarmante: «Los docentes más felices no son los que tienen menos problemas, sino los que consiguen generar comunidad. El vínculo es lo que da sentido. El problema es cuando eso ya no basta para sostenerte».
A Luz le bastan los gestos mínimos para recordar por qué eligió este oficio: un alumno que logra por fin trazar la cifra que se le resistía, o un «profe, te quiero» al final del día. Su receta es sencilla y firme: «Mucho cariño y normas muy claras».
«Yo suspendía mucho, pero los alumnos me querían. La exigencia se entiende cuando viene del respeto»
De igual manera, para Mariló, el vínculo se construye con afecto, respeto y exigencia. «Yo suspendía mucho, pero los alumnos me querían. La exigencia se entiende cuando viene del respeto». También cree en la importancia de dominar el aula como quien pisa un escenario: «Es una representación teatral. Si no tomas el control, el alumnado se te va».
Entre las muchas anécdotas que guarda, hay una que la sigue conmoviendo: «Un antiguo alumno me dijo que ahora leía cuentos a su hija todos los días, como yo hacía con ellos. Eso me hizo sentir que algo quedó sembrado».
Porque más allá de contenidos, metodologías o resultados, enseñar es una forma de relación. Una red invisible que se teje día tras día entre quienes enseñan y quienes aprenden, y que no se rompe cuando suena el timbre.
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