Dejamos la enseñanza presencial a mediados de marzo. Ingenuamente, creíamos que serían 15 días, pero durante casi tres meses el profesorado se reinventó para seguir ejerciendo la docencia desde casa. Esto compaginado con unas exigencias burocráticas por parte de la administración que eran desquiciantes en cuanto a volumen y plazos.

Los equipos directivos nos pasamos buena parte del verano trabajando bajo las directrices de una administración educativa que daba bandazos y modificaba la documentación oficial continuamente. La polémica llegó con el metro y medio. Nunca pensé que 50 cm supusiesen un giro tan drástico de los acontecimientos. Un vuelta a empezar y sálvese quien pueda, cual empresa de mudanzas cambiamos las aulas de emplazamiento, colocamos mamparas divisorias e incluso se tiraron tabiques. Entre medias, seguimos con la burocracia y el papeleo sigue siendo la tónica general de nuestros días.

Y llegan las clases presenciales, cumplimos todas las medidas protocolarias. Seguridad ante todo. Nada de compartir. Distancia social, mascarillas y geles están a la orden del día. Entradas y salidas escalonadas. Todo ello supone un tiempo extra en guardias dedicadas a mantener el orden y las normas y no digamos la necesaria coordinación entre todos los miembros de la comunidad educativa, si un eslabón falla la cadena se rompe y sobreviene el caos.

Llega el reencuentro. La distancia social impera en el espacio y hay que frenar los impulsos que nos hacen humanos y que hasta ahora permitían una conexión especial entre profesorado-alumnado. Ni un apretón, ni un abrazo de bienvenida, nada. Simplemente unas bonitas palabras y una sonrisa tapada tras un trozo de tela. A eso hay que añadirle las exigencias de las familias, y como nunca llueve a gusto de todos si nos dejamos llevar por todas las peticiones tendríamos una escolarización a la carta y con conciliación familiar total incluida. Sabido es, que el personal docente no tiene cargas familiares y por tanto en este sector no es necesaria esta conciliación…

En las clases, el alumnado está menos bullicioso (causado posiblemente por la separación reglamentaria) lo cual es de agradecer puesto que el uso de mascarilla nos obliga a forzar la voz e incluso por momentos parece que el aire no llega a los pulmones (hay que hacer pausas para respirar profundamente) y cuando haces preguntas las respuestas no llegan con claridad, parece que llevar mascarillas nos ha vuelto sordos y la verdad es que perdemos gran parte de la información por no poder ver la expresividad del rostro. Oír como un alumno te reclama y tener que preguntar quién habla por no poder establecer con exactitud quien ha sido es igualmente triste y al mismo tiempo causa desesperanza. Y a los más tímidos, hay que pedirles por favor que alcen la voz, que no se les entiende. Lo peor, no ver sus caras, no poder hacerles un gesto porque no lo saben interpretar (al final va a resultar que los ojos no son realmente el espejo del alma).

En el patio los alumnos están separados por grupos estables lo que supone que amigos de distintos grupos no pueden interaccionar entre ellos, y aún así, la lectura final es positiva. A pesar de todas estas circunstancias, alumnado y profesorado convivimos en una nueva normalidad y tanto unos como otros venimos contentos y reflejamos alegría y entusiasmo en nuestros rostros (a pesar de las mascarillas).