Opinión | Cuaderno de bitácora
Vacanze Romane

Audrey Hepburn y Gregory Peck, en la película «Vacaciones en Roma», «Vacanze Romane» en Italia.
No me gustan las historias con finales infelices. Cuando leí Historia de una escalera, de Buero Vallejo, me dio rabia tanto fatalismo. Todos los errores de una generación se repetían en la siguiente, nada podía escapar del incordio de pertenecer a la raza humana: imperfecta, reincidente y predecible. Me sucedió algo parecido, pero con un enfado mucho más profundo, cuando leí El árbol de la ciencia, de Pío Baroja. Una novela deliciosa y escrita de forma exquisita, pero con un final trágico que me pareció completamente innecesario. Supongo que, como estas novelas las leí en mi juventud, mi ánimo todavía conservaba el inabarcable optimismo de las almas tiernas.
Ahora, cuando los años ya han quemado parte de lo que soy, todavía rechazo el pesimismo vital. Sin embargo, cuando detengo mis pasos y me limito a observar el entorno, compruebo que el cabronazo de Buero Vallejo tenía razón, y que somos una maquinaria que tiende al estropicio. Este pasado fin de semana estuve en Roma por motivos de trabajo; he visitado la ciudad en otras ocasiones durante los últimos años, pero casi siempre era de paso hacia alguna parte o también por trabajo, de modo que no me detenía en sus entrañas ni la comparaba con aquella ciudad eterna que conocí por primera vez hace ya unos veinte años.
Sin embargo, en esta ocasión busqué un tiempo para observar, para pasear las calles y ejercer de turista. En mi soberbia, me creía una antropóloga en pleno ejercicio de observación, pero era solo otra turista que se veía obligada a evitar los codazos de las multitudes ante la Fontana de Trevi y que se veía obligada a revisar la cremallera de su bolso en la Plaza de España. Aunque ya conocía los Foros Imperiales y El Coliseo, volví sobre mis pasos y me atreví a repasar mi propia historia en restos milenarios: todo era teatro e interés artificial, y ya ni siquiera la gente se molestaba en buscar un rincón apartado para su foto en redes sociales, porque los morritos y las poses se ensayaban sin pudor alguno ante desconocidos. Ante aquella abrumadora masa de gente que volvía intransitable la ciudad, le pregunté a mi guía si el ayuntamiento había considerado limitar la visitas, ya que corrían el riesgo de morir de éxito. Por su expresión facial comprendí que al principio ni siquiera entendía la pregunta: ¿Por qué iban a limitar nada? Después suspiró con empatía, quizás porque se pudo ver a sí misma como si fuera uno de nosotros, de los turistas: ¿Cómo se sentiría ella al caminar calles sin tiendas propias pero con franquicias, sin romanos pero con miles de visitantes? Me confesó que en realidad, y de forma más que probable, el gobierno italiano buscaría cómo aumentar el trasiego de personal.
—¿Más?
—Más.
Nada de buscar un turismo sostenible ni de pergeñar normas que hagan de la visita una experiencia agradable; en Venecia lo están intentando, aunque con la boca pequeña, y parece que al final siempre gana el rédito económico, cueste lo que cueste. Yo recordaba mi paseo por la ciudad veinte años atrás, en los que Roma ya era un prodigio de visitantes, pero en la que podías sentir que formabas parte de un sueño, y no de un circo.
No crean que esto solo sucede en grandes capitales europeas. Intenten ir a Madrid en cualquier puente invernal, o procuren dar un paseo normal por Vigo en la larguísima Navidad artificial que nos ha tocado vivir. Es como si estuviésemos de forma constante dentro de un resort de «todo incluido» o en un crucero, en los que intentan entretenernos y hacernos gastar a toda costa para que no pensemos en lo importante y primordial y no saquemos las guillotinas del trastero. Lo cierto es que solo los gobiernos podrían controlar este desenfreno ridículo, esta forma aturdida de caminar por los lugares donde Instagram dice que es necesario estar.
Nunca he creído eso de que «cualquier tiempo pasado fue mejor» pero cuando mi avión regresaba a España cerré los ojos y caminé las calles frente al Panteón de Roma siguiendo los pasos de Audrey Hepburn en Vacanze Romane, como si el mundo real, el de verdad, fuese el que teníamos cuando todo era en blanco y negro.
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