Opinión | Sálvese quien pueda
La hora maldita de los depredadores

Hay que contener a los depredadores políticos. / FARO
Un lenguaje fétido, pestífero y putrefacto. Mejor que muchos parlamentarios dedicaran su tiempo al hábito de la meditación alcohólica y dejaran de manifestar su insolvencia intelectual, de comportarse como malandrines con las palabras que manipulan y convierten en armas. ¿Qué posibilidades habría hoy, en cualquier partido, de que prosperaran la cortesía o la concordia? Eso se preguntaba hace unos días el filósofo Diego S. Garrocho y lo hacía consciente de que el discurso político está conduciendo a una polarización que desde los escaños se traslada a la calle entre gritos e insultos, por no hablar de mentiras utilizadas sin pudor alguno. Y las palabras pueden ser la antesala de la guerra cuando son violentas, como de la paz cuando son conciliadoras.
Si apuntáramos cada día las expresiones falsificadoras que se oyen en el Parlamento español y luego las integráramos en un libro quedaríamos horrorizados al ver el infierno verbal; asqueados por la degradación y vulgarización del lenguaje político, el empobrecimiento y simplificación del relato, su utilización para descalificar al adversario pero no por cuestiones de fondo o ideológicas sino por otras más peregrinas como la corrupción, haciendo de la anécdota categoría, sirviéndose de metáforas para anatemizar ral contrario. Y bien está denunciarla pero no convertirla en el único argumento.
Está de sobra estudiado por sociólogos que lo breve, rápido y simple, la reducción de lo complejo, la banalización del dato es lo que triunfa en los oídos de los votantes. Eso, y no la lucha por las ideas es lo que vence para obtener r la atención. Por eso los que gritan como energúemenos, los que venden majaderías, no más que charlatanes de feria se han convertido en presidentes. Es la hora de los depredadores dice Giulano da Empoli, en que el respeto a las instituciones y los derechos son algo irrelevante para los nuevos líderes, que moldean la realidad a su antojo. Y los apoyan ciudadanos cuya opinión se nutre del caos de las redes sociales.
También la prensa tradicional tiene su culpa, seducida para sobrevivir a las pantallas por lo que Woodward, el periodista del Watergate, señaló como una era en que la impaciencia, la velocidad y el resumen lo dominan todo, convirtiendo a los lectores en consumidores de atención, no de conocimientos. Y así se vota a presidentes de baja estofa mental, ideológica, intelectual. Mirad a Trump o al argentino histérico o al venezolano bobalicón. El escritor Antonio Scurati lo tiene claro. ¿Por qué se vota a quien se vota, porque, digo yo, un porcentaje creciente de jóvenes dudan de la maldad de la dictadura? Pues una de las razones es que, si en el pasado con la alfabetización de masas se crearon las condiciones para la democracia, en el presente el triunfo de las redes sociales ha resucitado el analfabetismo funcional. Y lo dice la neurociencia: dejar de leer libros por la lectura rápida y de dudosa solvencia de la web, en pantallas, origina un declive de las facultades mentales.
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