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Opinión | Ni diestro ni siniestro

¿Qué es el «coliving»? La sonrisa comunista del capitalismo global

Un grupo de personas, en un «coliving» de Galicia.

Un grupo de personas, en un «coliving» de Galicia. / Gustavo Santos

Cada vez está más de moda hablar, con una palabra en inglés –porque parece que sin inglés ya no se puede pensar–, de una forma de vida tan inquietante como sospechosa: el coliving. Pero ¿qué es, en realidad, el coliving?

Se nos dice que el coliving es una modalidad de vivienda compartida en la que varias personas, que no necesariamente se conocen entre sí, habitan un mismo espacio diseñado para fomentar la convivencia y la colaboración. Dicho así, suena casi a utopía inmobiliaria.

El negocio, desde luego, se vende bien. A diferencia del simple piso compartido, el coliving presume de organizarse en torno a una «comunidad» con espacios comunes, valga la redundancia: cocina, salas de estar, zonas de trabajo, gimnasio, terrazas… Todo muy «social», todo muy «abierto». En teoría, cada residente dispone de su celda privada o, con suerte, de un minúsculo estudio.

Este modelo pretende conciliar la privacidad con la vida comunitaria, y se ha popularizado entre jóvenes profesionales, estudiantes, nómadas digitales y personas que trabajan de manera remota. Es decir, en palabras más claras: entre quienes no tienen casa propia. El coliving se asocia con flexibilidad, felicidad compartida, servicios incluidos y un idealismo posmoderno de «vivir y crear juntos».

Sin embargo, uno no acaba de entender en qué consiste eso de «crear juntos» cuando hay que compartir baño, frigorífico y lavadora, renunciando a la intimidad hasta límites que sólo pueden parecer soportables a quien ha confundido la convivencia con la vigilancia.

Si sometemos el coliving a una interpretación menos ingenua y más suspicaz, surgen preguntas que no son precisamente decorativas. Podríamos decir incluso que el coliving representa la síntesis que, en el siglo XXI, alcanzan el comunismo y el capitalismo en nombre de la globalización. Porque el coliving es, en esencia, un producto mercantil que te sitúa en una forma de vida comunista –todo se comparte–, pero en el contexto de un mercado capitalista global que convierte incluso la intimidad en mercancía.

Se comparte todo, sí: espacios, rutinas, olores, emociones, soledades, incluso la ilusión de estar acompañado. Todo, menos el dinero. Porque quien habita un coliving no compra privacidad, la alquila por turnos. Y quien alquila su intimidad, tarde o temprano, acaba por perderla.

Es, sin duda, una de las formas más sutiles –y por eso mismo más eficaces– de resolver el problema de la vivienda que hoy asfixia a los más jóvenes. Acaso lo resuelve, pero sacrificando libertad. Libertad personal, libertad doméstica, libertad de vivir sin que te observen, evalúen o pongan precio a tu vida privada.

La vivienda se ha convertido en un privilegio, y la democracia –gran arrendataria de derechos– vive, literalmente, de alquiler. Pero no todos pueden pagar ese alquiler. Y menos aún comprar un inmueble. Adquirir una casa hoy es como comprar una utopía: una transacción que sólo está en la imaginación hipotecada de quienes aún creen en soluciones imposibles.

En este escenario de ruina económica y sentimental, el coliving aparece como una solución milagrosa. Es una forma de alojamiento privado, pero gestionado con la eficiencia de una empresa y la amabilidad de un algoritmo. Funciona, como todo en nuestro tiempo, bajo las leyes inapelables del mercado. Se paga una cuota mensual que incluye servicios, espacios y actividades. Se llama «vivir», aunque en realidad se trate de «consumir convivencia». Y, por supuesto, se presenta como una elección libre: cada residente decide habitar allí… siempre que su cuenta bancaria se lo permita, desde luego. La libertad, en este contexto, es más que condicional: se mide por el saldo.

El objetivo declarado es noble: reducir costes, optimizar recursos, facilitar la vida de quienes valoran flexibilidad, comodidad e ilusión de bienestar compartido. Pero detrás de esa retórica feliz se esconde una estructura ideológica mucho más profunda y acaso perversa. Si observamos con atención, veremos que en el coliving las fronteras entre capitalismo y comunismo se disuelven hasta volverse irreconocibles.

El comunismo, se nos dijo, pretendía abolir la propiedad privada de los medios de producción y construir una sociedad sin clases, donde los bienes fueran comunes y las desigualdades, una reliquia del pasado. Pues bien, el coliving reproduce este modelo, pero con una sutileza diabólica: convierte la vida compartida en un producto capitalista. Lo que el comunismo imponía por decreto, el capitalismo te lo vende con publicidad sonora.

En efecto, el coliving es una forma de vivir en comunismo bajo administración capitalista. Es el comunismo gestionado por el mercado o, si se prefiere, el capitalismo travestido de vida comunitaria. Un simulacro de libertad.

Podría definirse, sin exagerar, como un «comunismo privatizado»: el viejo sueño igualitario puesto al servicio del nuevo totalitarismo económico. La idea de compartir bienes y espacios ya no responde a un ideal social, sino a un modelo de negocio.

El capitalismo global ha conseguido lo que ni Lenin ni Mao lograron jamás: administrar la vida colectiva desde la propiedad privada. Y no en nombre del Estado, sino de una globalización que opera por encima de cualquier Estado. El dinero no tiene patria. El mercado, tampoco.

Se podría decir que el coliving simula una comunidad sin abolir la propiedad privada, y ofrece un sucedáneo de colectividad a quienes buscan vínculos sociales reales, pero dentro de una burbuja gestionada y controlada por la lógica capitalista. En otras palabras: el coliving no es comunismo, pero utiliza formas comunitarias como estrategia de mercado.

Así planteado, es una propaganda idealista del comercio global. Se presenta como un «estilo de vida», una forma de existencia alternativa, cargada de palabras nobles y de resonancias morales: comunidad, creatividad, sostenibilidad, cooperación. Pero detrás de ese ropaje conceptual late un negocio inmobiliario que ha aprendido a mercantilizar incluso los valores que antes pretendían resistirse al mercado.

En suma, el coliving es el idealismo del mercado en su forma más sofisticada y sospechosa: la soledad compartida. La soledad de los pobres.

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